Políticamente incorrecto

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La columna de Álvaro Ahunchain


Héctor consumió su hora sobre el escenario

13.Ene.2014

Cuando se va un maestro, a uno le queda una mezcla de emociones contradictorias. Por un lado el dolor de una pérdida que se intuye irreemplazable, y por el otro la satisfacción de comprobar todo lo que ese genio le dio a la cultura uruguaya, cuánto de bueno sembró en nuestros corazones y en la historia intelectual del país. Héctor Manuel Vidal acaba de morir a los 70 años, seguramente por la grave dolencia con la que cargaba desde hacía más de una década, la misma enfermedad de mierda que se llevó a su amigo, el otro gran faro de la cultura nacional, Horacio Buscaglia.

La primera vez que supe de él fue cuando, con apenas 14 años, compré una entrada en la boletería de la pequeña sala de El Galpón que quedaba en la calle Mercedes, para ver su puesta de “Rinocerontes” de Eugene Ionesco. Suelo decir con orgullo que el impacto que me provocó ese espectáculo inmenso, como el que sentí cuando vi “La lección” del mismo autor, montada por Alberto Restuccia en la Alianza Francesa, fue decisivo para que entregara mi vida a ese arte tan efímero y a la vez tan excitante que es el teatro. Dos años antes, Héctor había dirigido una celebrada versión de “Woyzzeck” de Buchner, que lo había posicionado como un talento joven de esos que este país gris pare misteriosamente cada nueva generación. “Rinocerontes” es de 1976, el año más oscuro de la dictadura, el mismo del asesinato de Michelini y Gutiérrez Ruiz. El descomunal alegato antifascista de Ionesco estaba servido con un sentido de actualidad asombroso. Recuerdo que la escenografía era toda verde, en alusión al uniforme militar, y el director había optado saludablemente por un recurso minimalista en la transformación de esos hombres mediocres en rinocerontes funcionales a un régimen totalitario: ninguno se ponía cabeza ni cuerno de animal, ni se caracterizaba ni se disfrazaba en lo más mínimo. La transformación era solamente expresiva, usando el cuerpo, la voz y el gesto: la sugestión creada por un gran director hacía que viéramos a los rinocerontes con nuestra imaginación.

Ese mismo año Héctor montó “Diario de un loco” de Gogol en el Notariado, con un histriónico Armando Halty que descendía sin pausa hacia la demencia, en una estructura escenográfica opresiva y expresionista, de otro de sus magistrales colaboradores, Osvaldo Reyno. La lista no será exhaustiva porque excedería los límites de esta nota. Sólo quiero hacer hincapié en los espectáculos de Héctor que más calaron mi corazón y me hicieron admirarlo y amar la profesión a la que me empujó con su talento sin par.

En 1979 dirigió una creativa versión teatral del “Lazarillo de Tormes”, con el protagonismo de otro actor maravilloso que nos dejó más temprano de lo debido, Carlín Priegue.

En el 81 debutó con la Comedia Nacional, en una versión de “El proceso” de Kafka que fue injustamente criticada en su momento, pero que yo atesoro como uno de los grandes espectáculos que vi en mi vida. En el inmenso escenario de la sala Verdi, las escenas de desarrollaban en múltiples plataformas. Pero el reducido dormitorio de José K. era una tarima saliente del borde de escenario, que se metía literalmente en el centro de la platea, haciendo visible de ese modo la manera impúdica con que ese estado totalitario vigilaba la intimidad de sus subordinados.

Al año siguiente dirige “Galileo Galilei” de Brecht, con un imponente Berto Fontana que no se doblegaba ante la tortura ejercida por el poder. El país amanecía hacia la democracia, y en 1986 monta otro Brecht memorable, “La Boda”, con la Comedia Nacional. Los actores recibían a cada espectador como si fuera un invitado más, y en distintas oportunidades hacían comentarios personalizados, destinados solamente a uno o dos de nosotros, rompiendo de tal manera la cuarta pared, que el espectáculo se transformaba en una experiencia casi alucinatoria.

En los 90 dirigió uno de los grandes éxitos de público del teatro uruguayo: “Rompiendo códigos” de Hugh Whitemore, sobre la tormentosa vida de quien fuera el inventor de las computadoras, el inglés Alan Turing. Allí lo que más impresionaba era una milagrosa dirección de actuación, para especial destaque de un actor y una actriz que allí alcanzaron un momento culminante de sus carreras: Roberto Jones y Margarita Musto.

Luego vinieron sus grandes puestas sobre Shakespeare con la Comedia, “Pericles” y “Enrique Príncipe y Rey”, y uno de los logros estéticos más perdurables de la historia del teatro uruguayo, su “Gatomaquia” de Lope de Vega. Fui a verla a una de las primeras funciones que se hizo en el Teatro Victoria, cuando todavía no había barrido con los premios Florencio de ese año, ni con una importante distinción iberoamericana que obtuvo después, ni se soñaba que el espectáculo recorrería decenas de festivales en todo el mundo. Lo abracé. Le agradecí esa lección de inventiva escénica, dirigida con el desenfado y la capacidad de riesgo propias de un muchacho de veintipocos años. Con ese trabajo, Héctor catapultó además las carreras de cuatro talentos jóvenes, Jimena Pérez, Cecilia Sánchez, Diego Arbelo y Leandro Núñez, que hoy brillan en el elenco oficial y el teatro independiente.

Suscribo algo muy lindo que acaba de escribir mi amigo, el actor Ricardo Couto, que tuvo el privilegio de ser dirigido por Héctor en distintas oportunidades: “no era afecto a los elogios desmedidos ni a los afectos superficiales”. Tengo un par de anécdotas personales al respecto. Cuando yo dirigí una versión de “La Celestina” de Rojas con El Galpón, en el año 94, una noche vi a Héctor en la platea y corrí a la salida, a preguntarle qué le había parecido. En pocas palabras, con sinceridad respetuosa, me habló de las dos o tres sobreactuaciones que malograban el resultado final. Nunca olvidé ese consejo y desde entonces convertí en una misión de mi vida el poder lograr el nivel de credibilidad que el maestro extraía de sus actores.

En otra oportunidad, siendo él Director Artístico de la Comedia Nacional, me invitó a integrar el grupo de teatristas que daría vida a distintos cuentos de “Las mil y una noches”, para la reapertura del Teatro Solís en 2004. Con generosidad y celo profesional, me dio un gran caudal de información y esperó pacientemente que eligiera mi cuento y lo versionara. A mí se me había ocurrido regar la versión de referencias anacrónicas a hechos de la actualidad. Él me hizo notar, siempre desde el respeto a lo que yo finalmente decidiera, que los chistes de ese tipo bastardeaban la calidad dramatúrgica de la propuesta. Al principio no le hice caso, pero cuando los probé con los actores, todos nos dimos cuenta de que tenía razón, y los eliminamos. Por eso no exagero cuando digo que fue un maestro, tanto mío como de los cientos de teatristas que tuvieron el privilegio de trabajar con él o recibir sus críticas siempre constructivas y afectuosas.

Hoy Héctor se baja de esta vida, de este cuento contado por un idiota, lleno de sonidos y furia, que nada significa. Ya consumió su hora sobre el escenario, como el triste actor al que alude Macbeth en versos imperecederos. Ya estará discutiendo de teatro con Imilce Viñas, Carlos Aguilera, Sara Larocca, César Campodónico, Elena Zuasti, María Azambuya, tal vez con un socarrón Jorge Pignataro como moderador y encendedor de polémicas. O también es posible que se haya diluido en la nada, al igual que todos ellos.

Lo importante es que gracias a lo que él hizo en vida, todos quienes lo sobrevivimos somos un poco distintos. Más cultos. Más arriesgados. Más desenfadados. Más sensibles. Y más comprometidos que nunca a continuar su pelea por la dignidad de la gente, que solo se alcanzará con las armas de la cultura y la poesía.