Políticamente incorrecto

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La columna de Álvaro Ahunchain


Que la llamita siga encendida

02.Oct.2011

Irrito a quienes miran televisión conmigo, porque me encanta hacer zapping. Recorro con el control remoto todo el espinel de las señales, pero hay un canal en el que me detengo invariablemente: Tevé Ciudad. Siempre encuentro allí algo que me interesa. Siempre aparecerá una entrevista a alguien ninguneado por los medios abiertos, pero que tendrá cosas para decir mucho más importantes que las que se vociferan en ellos. En Tevé Ciudad vi a la profesora Lisa Block de Behar, una de las expertas en semiótica más importantes del mundo, que es uruguaya y cultiva un bajo perfil. No me extrañó que fuera la señal municipal la primera que tuviera la sensibilidad de presentarla ante una cámara. El año pasado propuse a unos amigos que trabajan allí que realizaran un programa en homenaje al gran actor Roberto Jones, designado con justicia Ciudadano Ilustre de Montevideo. La idea fue recibida con entusiasmo y se concretó en algo aún mejor: un ciclo entero denominado Ilustres, que homenajeó tanto a Jones como a los otros montevideanos merecedores de esa distinción. Javier Hayrabedian dirigió el capítulo dedicado a Roberto con verdadera maestría: más que una entrevista, fue una especie de reality del genial actor, reencontrándose con sus amigos y hablando de su arte en un tono profundamente emotivo.

En otra ocasión, mi zapping volvió a desembarcar en el canal, para ver un documental realizado sobre la producción de la película El viaje hacia el mar de Guillermo Casanova. Su último tramo refiere al inolvidable Juceca, que cuando fue invitado a actuar, sabía que padecía una enfermedad terminal y lo ocultó, para que nada le impidiera hacerlo. Resulta magistral la última toma del programa, que es extraída de la película, en que el propio Juceca apaga una luz, aflojando una bombita, y quedando así en la más completa oscuridad. Tevé Ciudad es la demostración vívida de que la televisión pública puede ser óptima, aún más allá de los rubros de que disponga, al solo impulso del talento de quienes la producen.

La reflexión viene a cuento porque la señal municipal acaba de presentar un ciclo de cuatro programas denominado Historias Galponeras, que recoge una riquísima investigación periodística de Gabriel Peveroni sobre la institución teatral de 18 y Roxlo. La serie cubre la historia de El Galpón desde 1949 hasta el presente, recordando a sus fundadores y entrevistando a distintas generaciones de sus integrantes. Se repasan espectáculos emblemáticos, como la audaz adaptación de Fuenteovejuna que dirigió Taco Larreta, y episodios históricos que los marcaron a fuego a ellos y a toda la cultura uruguaya, como el asilo en la Embajada de México, el posterior establecimiento institucional en ese país, la emoción del retorno, las dificultades de sustentar el proyecto cultural en un Uruguay que ya no vive la bonanza de los años 50.

Conociendo la exacerbada partidización política de los lectores que participan en este foro, ya me veo venir comentarios irónicos sobre el reciente aporte del Estado de dos millones de dólares a esta institución, muy criticado en su momento. Me interesa opinar al respecto que el subsidio estatal no fue injusto en sí mismo, lo que es injusto es que no se replique sistemáticamente en todas las demás organizaciones que en Uruguay defienden la bella utopía de la cultura. Los países más liberales del mundo, los que más librada dejan su economía a la tantas veces criticada ley de la oferta y la demanda, son también los que conceden más subsidios estatales a la producción artística.

No debo pedirle apoyo a la sociedad si quiero fabricar escarbadientes. Me bastará con hacer un producto que resulte agradable para el que lo compre, y si no es así, tengo dos alternativas: fundirme o hacerlo como le guste al cliente. En cultura, la relación es muy distinta. Si sólo hiciéramos lo que probadamente satisface al público, en la cartelera montevideana no existirían ni Shakespeare ni Chejov. Sólo tendríamos comedias al estilo de El champagne las pone mimosas. Nada sabríamos de Mozart ni Piazzolla ni Los Beatles. Estaríamos todos bailando al son de Los pibes chorros. Democratizar la cultura no significa producir lo que a la gente le gusta, sino hacer llegar a esa gente un arte exigente intelectual y sensiblemente, para que refine su sentido estético. Esto no es tarea solamente de los particulares, es una obligación del Estado (salvo que queramos un pueblo embrutecido, para gobernarlo más fácil).

Esa tarea, con y sin apoyos oficiales, ha sido la misión autoimpuesta por el movimiento de teatro independiente de los últimos sesenta años. En el programa de Tevé Ciudad, el director y actor Arturo Fleitas confiesa la preocupación de cómo sostener una institución que paga sueldos a una cantidad importante de empleados, mientras los artistas, que conforman la cooperativa que la conduce, reciben retribuciones magras o nulas. En países desarrollados y prósperos, eso se resuelve con subsidios sistemáticos, que la sociedad consiente en pagar a cambio de que los valores culturales sigan en alto. En Uruguay nos hemos acostumbrado al lugar común de que el artista es el haragán de la familia y que no merece un salario por su trabajo. Por eso tantos talentos terminan en la pobreza  y tantos otros abandonan el camino del arte, dedicando su tiempo a tareas menos importantes para la sociedad, pero lucrativas para sí mismos.

Al final del ciclo Historias Galponeras, mientras corren los créditos, un pequeño frame descubre a la querida actriz Sara Larocca, que dice una frase que lo resume todo:

"Recuerden todo lo que hemos hecho. No lo dejen perder. Que la llamita siga encendida. No dejen que se apague nunca".

El 30 de setiembre se cumplieron cinco años de la muerte de Sara. Seguramente su acendrado marxismo le habrá dado la convicción de que su alma no sobreviviría al cuerpo. Sin embargo, la magia del video tape hace que vuelva de la muerte para darnos una lección formidable, rabiosamente emotiva: la de que a los artistas que estamos vivos nos toca portar una antorcha que pasa de generación en generación, y que es nuestra obligación mantenerla encendida. Atahualpa del Cioppo debe de estar asintiendo.