Semanalmente, los días jueves participo de una de las tertulias de radio El Espectador en la que debatimos -la mayoría de las veces con ardor- temas políticos, económicos, de gobierno, y en algunos pocos casos temas culturales y de costumbres. Me recreo, vaya si me recreo. No se si los oyentes también se recrearan del mismo modo.
Me gusta escuchar la Tertulia de los viernes en la que se conversa con un tono mucho más coloquial y afable de otros temas importantes y en general se recoge - además de información y nuevos puntos de vista - un clima, un humor de recreación en el sentido más amplio del término, no solo diversión, recreo, sino reconstrucción de las viejas tertulias montevideanas, esas que lejos de los micrófonos y cerca de las mesas del Sorocabana o del Tupi Nambá y de la mayoría de los boliches montevideanos y de otros rincones del país - construyeron la socialidad nacional y su sabiduría culta y popular.
Yo no participé de ellos, por edad, pero además porque era de los que opinaba que la revolución se hacía en las calles, en las fábricas y en las aulas, cuando en realidad la historia demuestra que todas las revoluciones comenzaron debajo de los sombreros masculinos y femeninos, en las ideas.
Hago un esfuerzo por escuchar la tertulia de los viernes no porque sea un vegetariano fanático que odia el choque, el debate y las diferencias. Si dijera eso nadie me creería. Sino porque es un reducto de tolerancia, de búsqueda de construir ideas sin mediatizar las propias. El cruce, la esgrima de ideas vale cuando todos aceptamos que esa circulación es fecunda, que escuchamos y asimilamos otras opiniones. Es falso que lo justo es siempre un batido de todas las opiniones, nada más lejos de la historia de las ideas y de los avances complejos y contradictorios de las sociedades.
Hay que asumir que los uruguayos nos hemos puesto muy ríspidos, muy friccionados, en la política, en la sociedad, en el fútbol y en muchas otras cosas. No confundamos, en los años sesenta y setenta nos enfrentamos hasta el odio y la destrucción del enemigo, hoy estamos más civilizados, pero no por ello más sabios.
No hay tema del que no tratemos de sacarle astillas o chispas. Esto tiene su lado bueno pero también su perversidad, todo es un tema de proporciones. Un vaso de agua quita la sed una ola ahoga. La política -la madre de todas las disputas-, la que explícitamente hace que luchemos por el poder muchas veces nos lleva por derroteros feroces y agotadores.
Tomemos un ejemplo. Hace 19 años se murió Wilson Ferreira Aldunate. No fue un personaje unánime, fue un hombre de partido, de SU partido, el blanco. Toda la sociedad lo sabe, pero en la lucha contra la dictadura, por la reconquista de la democracia y en muchos otros aspectos es una personalidad de la que la mayoría de los uruguayos nos sentimos orgullosos. ¿Eso quiere decir que estuvimos en todo de acuerdo con sus posiciones? No, y eso le da grandeza al personaje, el recoger el respeto y la admiración de la mayoría, incluso de aquellos que no compartieron sus ideas políticas.
En el respeto, al inclinar banderas de diversos colores no hay otro valor que rendirle homenaje, mirar con menos ira y más estudio su vida y en reconocernos a nosotros mismos en su rica trayectoria. Nadie puede ni quiere negar que era blanco, nacionalista, un dirigente de su partido. En más de una oportunidad me enfrenté a los que caricaturizan a los personajes y les quitan las aristas salientes y definitorias y decoloran las banderas por las que combatieron. Esa es una gran injusticia.
Pero la memoria de Wilson Ferreira Aldunate, del dirigente nacionalista, del último gran caudillo blanco ya no es sólo de los blancos, es de todos los uruguayos, con sus contradicciones, sus complejidades, sus ideas y sus pasiones. Y eso lo hace más grande y debería ser motivo de orgullo para sus correligionarios.
Pues para algunos no. Hay que ponerle un cerco, hay que salir a pintar pavadas y nimiedades en los muros para acorralar algún votito o algún odio perverso, hay que incluso amenazar para que nadie se atreva a sacarlo del ámbito del "homenaje oficial". Son esas ferocidades que entristecen, que avergüenzan.
No me olvido que cuando el Dr. Tabaré Vázquez -recién elegido Presidente de la República- fue al acto de inauguración del monumento a Wilson en la explanada municipal de Montevideo unos cuantos fanáticos los silbaron y gritaron insultos. Un gesto indigno de Wilson, de la buena historia de su partido y de todos los uruguayos.
Es sólo un ejemplo, un peldaño de esta escalada de tensiones y de intemperancias. Después cuando vemos a los parlamentarios de todos los partidos en las salas del Senado o de Diputados conversando coloquialmente y amablemente, los comunes mortales tenemos una sensación de falsedad, de hipocresía. Allí si se recrean.
(*) Periodista. Coordinador de Bitácora.
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