Del Chueco Maciel al Rambo: los métodos y los fines cambiaron, pero algunos se niegan a aceptarlo.
No tengo opinión formada sobre la rebaja en la edad de imputabilidad. Si me apuran, soy partidario de reconocer a los mayores de 16 años tanto las obligaciones como los derechos. Está bien, bajemos su imputabilidad penal a esa edad, pero también concedámosles la potestad de votar en las elecciones, sacar libreta de conducir, tomar alcohol y mirar películas no autorizadas. Creo que así se haría la verdadera justicia: si tienen edad suficiente para ir en cana, por qué no para todas esas otras cosas ante las que los seguimos tutelando.
Sin embargo, lo que está pasando con la propuesta impulsada por el Partido Colorado da para reflexionar.
Lo primero: si se alcanzan las firmas y la iniciativa se confirma con una consulta popular, ¿qué garantías tenemos de que una eventual nueva mayoría frentista en el parlamento respetará el resultado? A esta altura parece claro que si son capaces de desconocer dos consultas promovidas por ellos mismos, cuánto más lo harían con una que impulsa la oposición.
Lo segundo: me tiene sorprendido el éxito de la iniciativa colorada. Está instalado en la calle que la gente firma sin distinción de partidos; he escuchado más de una anécdota de personas que lo hacen, sin soltar el termo con el autoadhesivo del Che Guevara. Esto estaría demostrando que la iniciativa, justa o injusta, bien inspirada u oportunista, refleja verazmente una preocupación de la ciudadanía.
Cuando se intenta defenestrarla, se recurre siempre a los mismos argumentos: que no es bueno tomar decisiones políticas en base al miedo (estoy de acuerdo), que no es justo satanizar a los menores de edad (también lo estoy) y... que la violencia es una respuesta comprensible a las carencias sociales y económicas de los excluidos. Y con esto último estoy totalmente en desacuerdo.
Creo que el argumento de que una persona que sufre hambre, privaciones y discriminación no tiene más remedio que robar no sólo es equivocado, sino que además expresa un involuntario clasismo que acentúa la discriminación y la segregación. Fue el lugar común de muchos intelectuales de los años 60, quienes desde un lugar social privilegiado, opinaban que "ellos", "los otros", robaban y mataban por hambre, incurriendo en una generalización atroz que excluía a los miles y miles de pobres que trataban de encontrar su camino con honestidad y ética.
En los foros de este blog lo leo con extremada frecuencia. Me dicen cosas del estilo de "¿cómo esperás que se comporte un muchacho que no cubre sus necesidades básicas?" Me han llegado a justificar la monstruosidad del boxeo profesional con ese argumento: "si un chico sólo recibió golpes, es lógico y positivo que los reciba y los propine boxeando..." ¡No! ¡Si no es bueno para tu lindo hijo de clase media, tampoco lo es para otro que haya crecido con hambre y castigos!
Muchos intelectuales uruguayos están infectados con el que yo llamaría "virus de Robin Hood", esa pretensión de que quien ejerce la violencia está en realidad vengándose de las injusticias sociales. La generación de mis padres y la mía quedaron marcadas a fuego por la canción de Viglietti "El Chueco Maciel".
Nuestra ambivalencia con los delincuentes de hoy tiene su origen en el sentimiento de culpa tan magistralmente expresado en esta canción. En aquellos tiempos, el Chueco robaba bancos y casas de millonarios en Punta del Este para repartir su botín entre los rancheríos. Hoy las cosas han cambiado. Los bancos y los millonarios del balneario pagan sistemas de seguridad prácticamente inexpugnables. Las principales víctimas de los delincuentes son los mismos pobres, los vecinos del barrio, los compañeros de escuela y liceo, los modestos comerciantes que no pueden pagar ni siquiera un 222... Y la generosidad del Chueco, hoy no es tal: hoy se roba para comprar pasta base o un buen par de championes Nike, inaccesible para cualquier chiquilín de clase media. Admito que el afán de ser irónico me lleva a una discutible generalización, pero convengamos en que el delito actual no se origina en conciencia social, sino en una lisa y llana carencia de valores.
Recuerdo la simpatía que entre la intelectualidad han despertado verdaderos carniceros como los llamados "anarquistas expropiadores", que allá por los años 20 del siglo pasado, con la intención de conseguir dinero para la revolución, se sentían con derecho a entrar al Cambio Messina y dejar un tendal de muertos y heridos. Serían los mismos que escaparían por un túnel del Penal de Punta Carretas y a quienes Eleuterio Fernández Huidobro, en su libro sobre la fuga tupamara de la misma cárcel, recordaría con especial emoción, por aquello de que los dos túneles se encontraron en un punto: "la lucha eterna por la libertad, la misma lucha, el lenguaje tozudo y valiente de los oprimidos de ayer y de hoy se cruzaba por mandato del destino allí". Sinceramente, si vamos a definir qué es un "oprimido", prefiero al que se organiza en un sindicato o milita en un partido político, que a quien la emprende a tiros contra todo lo que tiene cara de burgués, así sea el cajero de un banco o un modesto policía.
Ese primitivismo moral disfrazado de ideología fue el responsable de que en las primeras décadas del siglo pasado, los verdaderos anarquistas, que abominaban de estos "expropiadores", fracasaran en su intento de influir en la sociedad con su pensamiento libertario.
Hoy se hace muy difícil imaginar e implementar medidas que detengan la creciente inseguridad pública, porque en influyentes círculos políticos y periodísticos se sigue insistiendo en que la violencia es una respuesta legítima a los problemas sociales.
La semana pasada leí un significativo título de tapa de "El Popular": "Pedro Bordaberry y su cruzada contra los jóvenes". Así estamos: para algunos, ser riguroso contra los menores infractores es atacar a toda la juventud. No es casual que una sociedad que legitima tal comportamiento, ostente un penoso record en muertes por violencia doméstica. Al convertir a la agresión física en un valor a disculpar o amparar, no se logra otra cosa que seguir alentándola. Por eso no debería aceptarse que la rebelión ciudadana ante este estado de cosas se origine en el miedo. Más bien nace de la justa demanda de una convivencia pluralista y tolerante.