Hernán Bonilla
Un día sí y otro también vemos como se vilipendia la democracia, se fustiga su lentitud (cuando no directamente su ineptitud) para resolver problemas, se juzga a los políticos de demagogos y frívolos, o se burla al Parlamento, al Ejecutivo o al Poder Judicial. Estos son síntomas de una situación de descontento con el “sistema” cuyas expresión más clara e inconducente en los últimos tiempos es el movimiento de los “indignados” en varios países del mundo. ¿A qué se debe esto? ¿En qué medida es responsabilidad de los políticos o los partidos? En definitiva ¿Qué le pasa a la democracia?
En primer lugar hay una responsabilidad del “sistema” al menos en el sentido de que las instituciones de la democracia se han subvertido. El Parlamento ha perdido su papel original, por el cual nació, de representación y defensa de los ciudadanos frente al gobernante. En un principio el Parlamento era el freno a la arbitrariedad del monarca y el defensor de los ciudadanos frente a la escalada impositiva. Hoy la cosa es al revés, el Parlamento se ha vuelto el centro de los reclamos por el aumento del gasto en beneficio de las corporaciones y le da la espalda a los ciudadanos y sus derechos más fundamentales. Desde hace tiempo es el Ejecutivo, y en particular el Ministro de Economía, el que cuida (o debería cuidar) las finanzas públicas, mientras el Parlamento siempre apoya los reclamos de cualquier sector, con o sin fundamentos.
De allí se deriva el segundo problema, esperar que surjan de la política soluciones a problemas cuya solución sería más lógico y sensato esperar de la sociedad civil. Cabe acotar que muchas veces son los propios políticos que prometen más de lo posible los que incentivan esto. En otras palabras, el avance del estatismo, el esperarlo todo del poder político, el pensar siempre desde el estado y por el estado nos lleva a no considerar otros caminos más sencillos, aunque claro, desde otra perspectiva. Un problema cultural general en toda democracia madura que en nuestro país se agudiza por nuestro estatismo exacerbado. La educación está en problemas, metemos a los sindicatos en el gobierno de la educación en vez de descentralizar. La reforma de la salud consistió en que el estado concentre la toma de decisiones y se meta todo dentro del estado. Reformamos el sistema tributario para aumentar la recaudación y que el estado controle más a los ciudadanos. Por ese lado sólo tendremos más de lo mismo, subdesarrollo, frustración y descreimiento hacia la democracia.
Lo que muchas veces se achaca a la democracia no es su culpa sino del estatismo, por lo tanto, es producto de la confusión entre una forma de elegir gobierno con su deformación. La democracia liberal, como forma de gobierno, preexiste al desborde estatista, y lo que hoy damos como parte normal en realidad sólo se dio en el siglo XX. Pensar que las cosas siempre fueron como son es un error, pero es peor aún pensar que no pueden ni van a cambiar.
Otro problema que también lleva al descreimiento en la democracia es la falta de representatividad de los políticos. Muchas veces se pierde de vista que la función principal de un político es representar a sus votantes, que es la gente la que decide que ideas llevar al Parlamento y en base a eso los elige. Los políticos deben representar ideas, no seguir a la opinión pública de acuerdo a como sopla el viento e ir mutando de izquierda a derecha ida y vuelta dependiendo de cómo viene la moda. La perdida de esa cualidad, sumada al no cumplimiento de las promesas de campaña conduce, naturalmente y con razón, a que se pierda confianza en los políticos en general, aunque no todos caigan en la tentación.
Estos son algunos de los problemas que acarrea la democracia moderna. Son posibles de solucionar si la gente vuelve a confiar porque piensa que su voto vale y si se siente orgullosa del político que vota. Si lo representa, si cumple lo que promete y si el sistema se limita a lo que puede hacer bien -y no más- empezamos a enderezar el rumbo. Fácil de decir, difícil de cumplir…