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Médico de profesión, fue uno de los fundadores del Partido Independiente y es miembro de la Mesa Ejecutiva Nacional. Actualmente es diputado por Canelones.

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Cuesta Abajo

23.May.2016

¿Cómo podríamos no estar preocupados? Durante los anteriores cinco años de gobierno, la falta de apego a criterios más o menos rigurosos de gestión en el manejo de la cosa pública, ha sido la norma.

Hablar de modernizar la gestión de la administración pública en medio de la perpetua improvisación y del simpático folklore que emanaba desde nuestro carismático y locuaz ex presidente era, si no un saludo a la bandera, casi una ironía de mal gusto.

Muy en el olvido había quedado la madre de todas las reformas. Y a nadie se le hubiera ocurrido ni siquiera mentar alguna versión prudente o, cuando menos digna de reforma del estado, sin generar silencios descalificadores o sonrisas despectivas.

Sumémosle al devaneo desnorteado e inconducente, la falta de coordinación entre los distintos estamentos del gobierno y, particularmente, los diferentes criterios en cuanto al gasto y a la inversión del sector público, y el único resultado seguro, era la ineficiencia.
Podría haber habido, además, mal uso de los recursos públicos en sus distintas versiones, favoritismos varios, proliferación de mecanismos clientelísticos, gauchadas indebidas, etc. Podría haberlo habido. Y lo hubo.
En demasiadas oportunidades, el manejo descuidado y a mano abierta de los recursos, llevaba implícita la falta de respeto hacia los dineros públicos.

Y siempre fue automática la reacción para eludir los controles de cualquier tipo, las impugnaciones a cualquier cuestionamiento, la apelación a la descalificación ante cualquier interpelante. Todos esos fueron factores determinantes para acentuar la amnesia de los protagonistas respecto del origen de estos dineros: el trabajo de los uruguayos.

Sin embargo, a lo largo de más de una década, la bonanza que benefició a nuestra región, nuestro país incluido, nos permitió disimular el despilfarro y la falta de previsión. Previsión que hubiera significado, por ejemplo, el establecimiento de una regla fiscal.

Paralelamente, la sobreabundancia de recursos correspondiente al período de mayor crecimiento económico de nuestra historia, permitió amortiguar los conflictos entre los sectores más sensatos del gobierno, imbuidos de una racionalidad más pragmática, con aquellos otros más impregnados por una impronta que, a pesar de que tenían una tarjeta de presentación de corte más ideológico, finalmente manifestaban un accionar con claras connotaciones demagógicas, corporativas y clientelísticas.

Ahora, triste en la pendiente

Pero los ciclos económicos son inexorables. La bonanza no era infinita -como algunos casi pregonaban- y el cambio y la irrupción de nuevos determinantes y condicionamientos, van trayendo aparejadas modificaciones en las condiciones en las que se desarrolla la actividad económica, que hacen inviable el mantenimiento de las actuales circunstancias de imprevisibilidad y de chapuceo más o menos intuitivo.

Ya no sobra para la repartija desenfrenada. Los balances denuncian, ahora sí, la herencia maldita y el chamboneo permanente. Ahora parece que hay que ajustar los resultados, disimulando todo lo que se pueda. Exacto, sí. Parece que hay que ajustar. A pesar de las promesas electorales.

Y de nada valen los reproches y las recriminaciones por lo que se debió haber hecho. De nada valen las pasadas de factura internas, los desahogos a destiempo, o los enojos indisimulables. De nada vale el yo te dije o tú debiste haber dicho. Ya nada de esto resuelve el entuerto. Y de nada vale lamentarse por la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.

Porque en eso, llegó la realidad, y la realidad mandó a parar. La realidad que nos obliga a despertar de la siesta sponsorizada por la bonanza. La realidad que nos golpea y nos denuncia por lo que debió haberse previsto. La realidad: ese porfiado acreedor que intransigente, nos espera a la vuelta de cada balance.

Y comenzamos a pagar con desempleo, la finalización del recreo autocomplaciente. Mes a mes.

Ojalá no lo tengamos que pagar, además, con inflación, el impuesto que más castiga a los trabajadores con ingresos fijos. Ojalá no lo tengamos que pagar, además, con aumento en los índices de pobreza. Ojalá no lo tengamos que pagar, además, con apropiación indebida del dinero que se ha descontado en exceso, que sería otro aumento -encubierto- del impuesto a la renta.

Tal vez podamos estar tranquilos. Si se cumplen las promesas electorales de no aumentar la carga impositiva, si se actuó adecuadamente, si la mejora en los índices sociales es sólida, si la proliferación de tanta gráfica desmesuradamente favorable, no es el mero maquillaje de un muy inestable equilibrio social subyacente, entonces no habrá de qué preocuparse.

Por seguir tras de sus huellas


Pero la verdad es que hasta el más convencido y trasnochado recitador de consignas de comité, es capaz de comprender que hay que cambiar. Que hay que revisar la orden de que siga el baile.

La verdad es que hasta el más acrítico seguidista del gobierno intuye, en el más recóndito rincón de su conciencia, que algo no está bien. Que hay un desfasaje entre el verso entonado fervoroso en el tablado de la esquina, y los sueños enunciados.

Y que cuando el disciplinado militante regresa, de hacer los mandados, de repartir culpas entre quienes no tienen responsabilidades de gobierno, ya a solas y lejos del bullicio, entonces siente, aunque no se lo pueda confesar ni a sí mismo, el retrogusto amargo de la sospecha.

Hay que cambiar. Pero antes que eso, aunque sea por apego a la verdad lingüística, hay que llamar progresista a lo progresista y conservador, a lo conservador. Y saber, de antemano, cual es la fila de los progresistas, y quienes son los reaccionarios a cualquier propuesta de cambio. En las filas, progresistas y conservadores, podrán alardear de estar más a la derecha o a la izquierda, pero lo importante será no perder de vista el rumbo: hay que cambiar.

El país tiene que recuperar la competitividad perdida en manos de la improvisación, sazonada con los favores y las dádivas, a los amigos o a las corporaciones.
Es preciso retomar el camino del fortalecimiento institucional. Y el de las certezas jurídicas, que no deben ser vulnerables a los vaivenes políticos coyunturales.

Hay que recuperar la esperanza. Y la esperanza no debe tener que ver con un bizarro pontificado mediático y marketinero, que hoy sostiene una cosa y mañana la contraria.

Mi esperanza y mi pasión

Y la esperanza ya no está en manos de quienes han faltado a la verdad, y ni siquiera tienen la dignidad de reconocer que se equivocaron. No puede estar en manos de aquellos que retuercen la realidad para tratar de meterla, a la fuerza, en el interior de sus concepciones, plagadas de prejuicios y de rigideces.

A la esperanza hay que materializarla en una apuesta concreta. Alimentar un proyecto nacional viable y compartido por las grandes mayorías nacionales. Tendiendo puentes y construyendo acuerdos.

Un proyecto que incluya una especial sensibilidad hacia los más desposeídos de la sociedad pero que descrea de las lógicas meramente asistenciales. Un proyecto que jerarquice la redistribución, pero que tenga en cuenta, que la redistribución sin crecimiento, solo conduce a generalizar la pobreza.

Y fundamentalmente, un proyecto intransigentemente respetuoso del estado de derecho, promotor de ciudadanía responsable, y comprometido con la democracia y con la república. Alejado del tinglado del postureo, y de las construcciones tilingas y farandulezcas, de quienes se encandilan ante cada manifestación políticamente correcta o a la moda.

La primera reacción es la proliferación de pretextos, obstáculos y descalificaciones.
Las fronteras partidarias han sido un obstáculo privilegiado para impedir los acuerdos.
Pero también el miedo. La inercia a mantenerse en el mismo cauce. El hipertrofiado instinto a conservar los socios aunque toda la evidencia indique que hay más pasado compartido, que futuro.

Hay que despertar de la siesta. Y hacernos cargo, como nación, de la deuda social no resuelta a pesar de casi tres lustros de crecimiento económico inédito.
Y hay que trabajar para derrotar al escepticismo.
Y esto es particularmente urgente, en materia educativa. Es allí y ahora, que debemos derrotar al escepticismo.

A pesar de las promesas reiteradas e incumplidas. A pesar de los permanentes desaciertos. A pesar de que hemos vivido una sucesión de frustraciones. A pesar de las desafortunadas determinaciones del gobierno. A pesar de los lamentables cambios en el elenco de las autoridades educativas.

Llamaremos conservador a lo conservador. Y cuanto más fuerte sean las fuerzas reaccionarias, políticas o sociales, más fuertes deberán soplar los vientos de cambio. Y más nos deberemos comprometer con las transformaciones. Porque tiene que ser ahora.

No solo porque en la educación están en juego nuestras potencialidades productivas. No solo porque allí se modelan los valores y las actitudes. No solo porque allí venimos construyendo el modelo de convivencia que nos toca protagonizar.

Tiene que ser ahora porque tenemos generaciones enteras de niños, niñas y adolescentes, que mientras no cambiemos, van asimilando una realidad que les muestra que, ni siquiera en la educación, hay igualdad de oportunidades. Y que así no hay chance.

Tiene que ser ahora porque tenemos generaciones enteras de niños, niñas y adolescentes, que mientras no cambiemos, van asimilando que el país que hemos construido para el siglo XXI, implica desde los bancos de la escuela, diferencias flagrantes, que no resultan de las aptitudes ni de las virtudes de cada uno. Y que así no hay chance.


Derrotar al escepticismo en la educación, es construir oportunidades de futuro. Es brindar las chances para mejorar la vida individual, y la convivencia. Y es, más tarde o más temprano, recuperar la esperanza.