Es público que los informes sobre los ingreso del Fisco uruguayo en los últimos años son alentadores para cualquier Gobierno. Hay una presión fiscal importante que se traduce en más recaudación, y además, en una recaudación creciente y con baja tasa comparativa de evasión tributaria.
Dentro de ese panorama, no puede desconocerse que las herramientas de presión y gestión que se le han dado a los organismos recaudadores son muy duras e importantes, y han dado sus frutos. Desde el acceso a información personal y privada de los contribuyentes (registros de propiedades, titularidad de empresas, tarjetas de crédito, acceso a información de cuentas bancarias, pedido de información a terceros, etc), pasando por los embargos preventivos, las denuncias penales, las suspensiones en actividades o transacciones comerciales, y llegando incluso al allanamiento de propiedades, secuestro de bienes, etc.
Si hay una medida de fuerza que requiere algún comentario hoy es la llamada clausura de establecimientos comerciales o locales donde realiza sus actividades del contribuyente.
Como cualquiera podrá comprender, la clausura de un local o empresas de por sí es extremadamente grave, porque implica no sólo la discontinuidad de actividades económicas, sino porque afecta también a los trabajadores, los ingresos de terceros y el prestigio y buen nombre de cualquier empresa. La justicia ha dicho con razón que es una medida con doble impacto, ya que sanciona al mismo tiempo que impide que un contribuyente recaiga en prácticas defraudatorias mientras permanece clausurado.
Esta potestad de los organismos recaudatorios comenzó con fuerza en 1990, cuando la DGI obtuvo autorización legal para promover ante la justicia la clausura de establecimientos comerciales si “comprobare que realizaron ventas o prestaron servicios sin emitir factura o documento equivalente, cuando corresponda, o escrituraron facturas por un importe menor al real, o transgredan el régimen general de documentación, de forma tal que hagan presumible la configuración de defraudación” (ley 16.134, art. 60, con los cambios introducidos por las leyes 16.170 y 17.930).
En diciembre pasado se completó otra parte de esta historia con el BPS, en una normas que tendrá efectos sobre todos los contribuyentes al BPS, tanto las empresas clásicas como los titulares de monotributos, profesionales, servicios independientes, empleadoras de personal doméstico, etc.).
Ahora el BPS dispone de su propia autorización legal para clausurar locales comerciales o laborales de sus contribuyentes (ley 19.185, art. 5). Por lo que el BPS tendrá similares potestades que la DGI, con la diferencia de que es incluso más amplio y genérico. Podrá aplicarla no sólo para perseguir el cobro de los tributos supuestamente omitidos, sino en otros casos que habilita la ley ajenos a los estrictamente tributario: cuando se “omitieron declarar trabajadores o efectuaron cualquier maniobra que haga presumir la configuración de defraudación”. A diferencia de la DGI, que tiene que basarse en elementos objetivos (falta de documentación o facturación indebida), el BPS puede impedir el funcionamiento de un local comercial o laboral si presume, por ejemplo, que que se efectuaron “maniobras” en la recaudación, sin mayor exigencia adicional.
La realidad ha demostrado que la DGI -y suponemos que el BPS en lo sucesivo- ha hecho un uso intenso de la clausura de establecimientos que tienen actividad comercial permanente o que lo hacen en temporada turística o en zafras. Y a pesar que los expertos han reafirmado en líneas generales que estas facultades conferidas a la Administración son exorbitantes e inconstitucionales, la verdad es que la Suprema Corte de Justicia no ha validado en ningún caso las acciones de inconstitucionalidad promovidas en todos los casos conocidos (por ejemplo sentencia 792/2012).
Entendemos que aquí nos encontramos en el delicado equilibrio entre la necesidad de que el Estado recaude lo que legalmente le corresponde por tributos, que los precisa para su funcionamiento, y los derechos igualmente legítimos de los contribuyentes a que se respete su intimidad, su propiedad y las garantías del debido proceso.
O dicho de otra forma, el equilibrio de los derechos debe inclinarse por tutelar y cuidar que cada ciudadano que se enfrente al aparato fiscal de recaudación, disponga de medios efectivos e imparciales para revisar su caso. Eso no se recoge adecuadamente en las normas, que están pensadas y diseñadas con especial énfasis en el fin recaudatorio y coercitivo, pero no en las garantías previas de las personas afectadas y otras cuestiones técnicas que no vienen al caso en esta columna.
Para desgracia de los contribuyentes, todo parece indicar que solo la actuación fuerte y clara de la justicia, en tutela de los derechos de los contribuyentes, podrá frenar el impulso de acciones que no permitan una adecuada defensa y garantía de que los afectados serán oídos, tendrán oportunidad de defenderse y se analizará su caso a fondo antes de autorizar esa vía de fuerza. Porque una vez aplicada es irreversible en sus consecuencias.
Los legisladores deberían revisar de manera prioritaria la legislación con la finalidad de restablecer el equilibrio perdido por los contribuyentes, sin que ello signifique retroceder en el fin de asegurarle al Estado herramientas serias y modernas de gestión y sanción a los omisos.