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Ope Pasquet

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Columna de opinión

Sobre el autor

Abogado. Diputado por el Partido Colorado.

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Entre la coherencia ideológica y el interés nacional

23.Sep.2016

El presidente Tabaré Vázquez dijo a Búsqueda que "la salida al mundo" es fundamental para la recuperación económica del país. "Ahí está el partido clave para Uruguay. Ahí es donde tenemos todo para ganar y tenemos que poner todo nuestro foco", sentenció el mandatario.

            El presidente se estaba refiriendo a los acuerdos comerciales que Uruguay está a punto de celebrar (con Chile) o comenzará a negociar (con la República Popular China y el Reino Unido), así como a las interminables tratativas entre el Mercosur y la Unión Europea. El gobierno uruguayo es consciente de que, tal como se sabe por lo menos desde los estudios de la CIDE, a comienzos de los años sesenta, el crecimiento significativo y sostenido de la economía uruguaya requiere de su apertura al mundo. En los años noventa se pensó que un Mercosur guiado por el concepto de "regionalismo abierto" era el mejor camino hacia esa apertura indispensable. Los hechos demostraron que no era así. El Mercosur no solo no funcionó realmente como plataforma de negociación con el resto del mundo sino que, mientras gobernaron el PT en Brasil y los Kirchner en Argentina, también les impidió a sus miembros que buscaran por separado sus propios acuerdos comerciales. Hoy, con nuevos gobiernos al frente de los dos grandes del bloque, el Mercosur parece dispuesto a flexibilizar sus reglas y permitir lo que antes prohibía. El cambio de orientación le conviene a Uruguay. Paradójicamente, son los gobiernos ideológicamente distantes de Michel Temer y Mauricio Macri los que le facilitan al gobierno del Frente Amplio la búsqueda de los acuerdos que Uruguay necesita para que su economía crezca; una nueva demostración de que las afinidades ideológicas no necesariamente van de la mano con la política exterior.

            No hay que confundir, empero, anuncios con realidades. Los acuerdos comerciales pueden estar tan lejos como el puerto de aguas profundas, el hallazgo de petróleo o la regasificadora. Lo que desde ya cabe celebrar es la disposición que el gobierno expresa para transitar por el camino de la apertura comercial y todo lo que ella implica.  El crecimiento económico requiere inversión, y las inversiones importantes no se harán para atender un mercado de poco más de tres millones de habitantes. Los acuerdos comerciales, que permiten que lo que se produce en el Uruguay ingrese a grandes mercados en condiciones de preferencia (es decir, sin aranceles o con aranceles bajos, etc.), hacen que el país resulte atractivo para que se radiquen en él las inversiones que por su magnitud pueden "mover la aguja" de nuestra economía. El aumento de la actividad económica genera puestos de trabajo, mejora los salarios y permite al Estado recaudar los impuestos con los que se paga -entre otros rubros- el gasto social. Si queremos escuelas y liceos de tiempo completo, Sistema Nacional de Cuidados con presupuesto suficiente para llenar sus cometidos, planes de vivienda accesibles, soluciones jubilatorias justas para los cincuentones y tantas otras mejoras que la sociedad uruguaya reclama, tenemos que querer también la inserción internacional sin la cual no existirá la base económica necesaria para que sea factible y sostenible la satisfacción de esas demandas.

            Los acuerdos comerciales son pues necesarios, pero no suficientes. Para atraer inversiones importantes también es preciso, por ejemplo, que el país conserve el grado inversor que obtuvo por primera vez en los años noventa, después de reformar su sistema de seguridad social para evitar su quiebra. Si mañana se volviera a la pesadilla financiera que era el régimen anterior a las AFAPs y a la Ley 16.713, nuestro grado inversor no duraría diez minutos más.  

            La competitividad de nuestra oferta exportable tampoco quedará asegurada por la sola circunstancia de que se exonere a ésta de aranceles para ingresar a determinados mercados. Nuestros competidores probablemente obtengan o hayan obtenido ya las mismas preferencias. Por eso habrá que trabajar también para disminuir en lo posible el "costo país" del que se quejan los exportadores. Días atrás, en el cierre de la exposición rural del Prado, el presidente de la Asociación Rural, Ing. Reilly, dijo que "el precio del gas oil utilizado por la producción, supera en más de un 30% al de paridad de importación".  Así es difícil competir.

            El Partido Colorado aboga por la apertura al mundo desde hace muchos años; por eso nos manifestamos resueltamente a favor del TLC con los Estados Unidos cuando, durante el primer mandato del Dr. Vázquez, el país tuvo la oportunidad de suscribirlo. El Frente Amplio y el PIT CNT, por el contrario, no quisieron subirse a aquel tren, obligaron al gobierno a retirarse de la negociación del TISA y hasta hoy recelan de los acuerdos comerciales que entusiasman a Vázquez. Es que, desde el punto de vista ideológico, el asunto es peliagudo. Uruguay no puede, obviamente, imponerle sus condiciones a ningún socio comercial de peso, y los TLC suelen contener cláusulas propias de esa globalización capitalista que la retórica "progresista" rechaza con vehemencia.

            El gobierno conduce la política exterior y negocia y suscribe los tratados internacionales, pero no puede ratificarlos sin autorización del Parlamento. La bancada del Frente Amplio, pues, será la que en definitiva decida si acepta o no los acuerdos comerciales que el gobierno del Dr. Vázquez considera fundamentales. La disyuntiva es dura, casi cruel: "la fuerza política" tendrá que optar entre la coherencia ideológica y el interés nacional.

            Si el Frente sigue aferrado al tipo de discurso que se recibe con aplausos en su Plenario o en el foro de San Pablo, más vale que la Cancillería no pierda el tiempo negociando tratados de libre comercio y que nos acostumbremos a la idea de que, hasta el 2020 por lo menos, la economía uruguaya seguirá vegetando; si opta por la apertura y el crecimiento, en cambio, tendrá que asumir el impacto de un cambio de discurso tan radical como para parecerse a una crisis de identidad.