La historia no avanza en línea recta, ni a velocidad uniforme; lo hace sinuosamente, yendo de un lado a otro, retrocediendo a veces, cambiando de ritmo o deteniéndose como para tomar nuevo impulso, antes de continuar.
Problemas que parecían resueltos, vuelven a plantearse; resurgen en el debate público, como si fueran novedades, ideas tan antiguas que ya nadie las recordaba. La marcha de nuestra sociedad parece por momentos la de Sísifo, aquel personaje mitológico condenado por los dioses a empujar una roca enorme hasta la cima de un monte, sólo para que al llegar allí la roca volviera a caer y el pobre Sísifo debiera subirla a pulso nuevamente, una y otra vez, hasta el fin de los tiempos.
Los uruguayos estamos discutiendo estos días algunos temas que creíamos que habían quedado resueltos en el siglo XIX o, a más tardar, a comienzos del siglo XX; ya verá el lector que no exagero.
Acaba de votarse en el Parlamento una ley que niega a los jueces la posibilidad de conceder la libertad provisional a los reiterantes, reincidentes o habituales que cometan cualquiera de los delitos que la propia ley indica; entre ellos, algunos que tienen actualmente una pena mínima de prisión, como el hurto especialmente agravado o las lesiones graves y gravísimas. El artículo 27 de la Constitución dice que "En cualquier estado de una causa criminal de que no haya de resultar pena de penitenciaría, los Jueces podrán poner al acusado en libertad, dando fianza según la ley". Si el fiscal pide una pena de prisión para quien está procesado y preso, el juez puede excarcelarlo según lo que dispone ese artículo de la Constitución, pero no según lo que dispone la nueva ley, que por eso mismo es inconstitucional: le prohíbe al juez que haga lo que la Constitución dice que puede hacer.
El artículo 27 de la Constitución actual viene de nuestra primera Carta, la de 1830, con mínimos ajustes de redacción. Los constituyentes del año 30 no eran eruditos, ni académicos, pero tenían claro el abecé del derecho penal liberal: toda persona es inocente mientras no se pruebe su culpabilidad, y a nadie se le puede imponer una pena si no es por sentencia dictada por el juez competente, al cabo de un proceso con todas las garantías. A diferencia del penado, que ya fue juzgado y condenado, el procesado es alguien de quien no sabemos si al final del juicio será declarado culpable o inocente; mientras tanto, lo ampara la presunción de inocencia. El Estado no debería privarlo de su libertad ni un solo día; lo hace, empero, enviándolo a prisión preventiva, para evitar que se fugue o que oculte las pruebas necesarias para juzgarlo. Más allá de la flagrante inconstitucionalidad señalada, no se justifica privar a un procesado de su derecho a esperar la sentencia en libertad porque registre uno o más antecedentes. Ninguna anotación en la planilla de antecedentes equivale a una sentencia de condena; y mientras esa sentencia no se dicte, el imputado sigue gozando de la presunción de inocencia y no debería estar privado de su libertad, salvo que existieran el peligro de fuga o el de destrucción de la prueba, antes mencionados.
La ley que acaba de sancionar el Parlamento, con sólo algunos votos batllistas en contra (entre ellos, el mío), desconoce la presunción de inocencia y trata al procesado como si ya estuviera condenado, negándole la libertad provisional en razón de sus antecedentes, del mismo modo en que a los condenados les niega la libertad condicional o la libertad anticipada. Todos en la misma bolsa, los condenados por sentencia firme y los meramente procesados. El legislador del año 2016 desconoce diferencias que estaban claras para José Ellauri y sus colegas constituyentes de 1830.
Otro anacronismo de estos días fue la intervención policial para que un cuadro dejara de exhibirse en una galería privada. El artista pintó a José Mujica y a Lucía Topolansky en el Jardín del Edén; desnudos, pero con los genitales cubiertos por grandes hojas verdes. Los señores senadores se molestaron y hablaron con alguien en el Ministerio del Interior. Un agente policial fue a la galería y citó a su dueña a declarar en Jefatura. "Yo respeto a la Policía", dijo la galerista, y sin chistar retiró el cuadro de la exhibición. El episodio es de republiqueta bananera. Quien se sienta ofendido, agraviado o lesionado de cualquier manera en su derecho por un escrito o una obra de arte o una canción, puede ir a la Justicia a reclamar su amparo. Lo que no puede hacer, o mejor dicho, lo que no debería poder hacer, es resolver el tema por la vía policial. El hecho me recuerda las citaciones al "Esmaco" (Estado Mayor Conjunto) de los tiempos de la dictadura. Lo grotesco es que esto ocurre en democracia: el mismo Uruguay que celebra una libérrima y jubilosa Marcha de la Diversidad, asiste a un atentado contra la libertad de expresión perpetrado por dos senadores con apoyo policial.
Del pasado centenario parece provenir asimismo un viejo debate por la laicidad del Estado. La Constitución del 17 consagró una fórmula que aseguró la libertad de cultos para todos y excluyó al Estado de toda intervención en asuntos religiosos. Así se fue construyendo en el país una convivencia libre y tolerante que dio acogida a inmigrantes de otras religiones y contribuyó a definir el perfil de una república laica, ejemplar en América. Pero algunos no dan el pleito por concluido y pretenden instalar hoy, en pleno siglo XXI, estatuas religiosas en la rambla de Montevideo, una capilla en la base Artigas de la Antártida y un "Departamento de Asuntos Religiosos" en el Hospital Militar.
Desde distintos ángulos, pues, el Uruguay liberal está siendo agredido. Todos los ciudadanos estamos llamados a defenderlo, y los colorados batllistas debemos sentirnos especialmente obligados a hacerlo: la causa republicana, liberal y laica, es la nuestra.