Hace nueve años, el mismo día que cayeron las Torres Gemelas de Nueva York, visité a mi cliente y amigo Sergio Pintos, entonces Director de Pintos Risso, y le comenté mi espanto por lo que había sucedido esa mañana. Entre las múltiples visiones que ameritaba el hecho, yo había elegido una: ponerme en la piel de esos fanáticos que habían enfilado los aviones hacia las torres.
¿Qué pasaba por la cabeza de Mohammed Atta, mientras sostenía el mando del avión secuestrado con mano firme, para que impactara en uno de los edificios? Yo no podía (ni puedo todavía hoy) imaginarlo ni entenderlo. ¿Cómo logra un hombre, por más fundamentalista que haya sido su educación, por más promesas que haya recibido de beneficios a sus descendientes, poner de esa manera proa a una destrucción tan atroz que además incluye la suya propia?
Tratando de encontrar una explicación en el mundo de lo imaginario, lo supuse mirando de manera distorsionada esa torre que se aproximaba allá adelante. Convertida acaso en una fuente de agua cristalina, con hermosas vírgenes a los costados, que es la imagen con que el credo musulmán imagina el paraíso que espera a los mártires.
Una vez vi en Japón la foto de un piloto de los años 40, subiendo a su avión con una expresión de absoluta felicidad. Sobre el fuselaje se leía la inscripción "kamikaze".
Y es que la cultura y la tradición de los pueblos a veces engendra estos monstruos de la razón. Personas inocentes que celebran su propia muerte como si fuera una bendición, confundiendo con un acto heroico lo que no será más que un suicidio pueril y genocida.
Vuelvo al origen del cuento: cuando le narraba estas cosas a mi amigo Sergio Pintos, él se rio y me dijo: "¿te sorprende? ¿Qué nos hacían cantar en la escuela, en todas las fiestas patrias, cuando éramos niños?"
"No ambiciono otra fortuna, otra fortuna,
ni reclamo más honor, más honor,
que morir por mi bandera,
la bandera bicolor".
Ya sé: se me dirá que la bandera en este caso no es tal, que es un símbolo de valores por los cuales sí se debería dar la vida: la libertad, la autodeterminación, etc. El problema es que lo mismo se puede decir de la acción de los terroristas de 2001. (Más aún, en estos nueve años me espantó haber escuchado a más de un bienpensante justificar esa masacre). Y es que en la lucha política, las interpretaciones simbólicas suelen esconder burdas operaciones de comunicación destinadas a los peores fines. Desde la pureza de la raza aria en la Alemania nazi, hasta la ecología del Río Uruguay, defendida hasta hace unos meses por el gobierno argentino, siempre los autoritarios enmascaran sus peores agresiones con el ropaje de las más nobles causas.
Contra esa repugnante retórica de la violencia, se alza la suave voz de Jorge Drexler cuando canta, en su "Milonga del moro judío":
"La guerra es muy mala escuela,
no importa el disfraz que viste.
Perdonen que no me aliste
bajo ninguna bandera;
vale más cualquier quimera
que un trozo de tela triste".
http://www.youtube.com/watch?v=0w2rakGN_N0&feature=related
Qué lindo y qué pertinente es que Drexler haya redefinido el rimbombante "retazo de los cielos" como "un trozo de tela triste". Lo que hizo sabiamente fue quebrar el símbolo. Llevar la bandera (o sea el nacionalismo, o sea una anacrónica expresión de barbarie en nuestro mundo globalizado) a lo que realmente es: un pedazo de tela que no vale el precio de una sola vida humana.
En su propio estilo, de humor zumbón y transgresor, el Cuarteto de Nos dice lo mismo en su tema "El primer oriental desertor".
"Yo sólo quiero vivir a mis anchas,
no me importa qué bandera haya en la Plaza Cagancha".
Por eso, lo del título. Sería bueno que los uruguayos erradicáramos de las cabecitas de nuestros hijos esa marcha que refleja un trasnochado nacionalismo del siglo XIX, en un país que no tiene que morir ni matar por su bandera, sino trabajar por hacerle un lugar a su propia cultura en el mundo, por la vía pacífica del esfuerzo y la creatividad.