Los pasados 24 y 25 de marzo presentamos "La memoria de Borges" en Chicago, adonde viajamos con Roberto Jones y Hugo Burel, gracias a una generosa invitación de la uruguaya radicada en esa ciudad, Silvana Toscano. Después de un año sin representar este monólogo que nos diera tantas satisfacciones en 2009 y 2010, volvimos a hacerlo ante integrantes del cuerpo diplomático iberoamericano acreditado en Chicago, en el Instituto Cervantes, y ante docentes y estudiantes de la Universidad de Loyola.
Como bien ha dicho Burel, se trata de una obra hecha "a la medida" de Jones. Porque el monólogo parte de la relación personal que este actor mantuvo con Jorge Luis Borges durante una década. Por casualidades que tal vez no sean tales, en distintas circunstancia Borges se cruzaba en la vida de Jones y viceversa, al punto que en 1982 compartieron el rodaje de un documental de la BBC, en el que el actor uruguayo debió interpretar al escritor argentino. La obra da cuenta de esas coincidencias y coloca a Jones en el desafío actual de asumir "la memoria de Borges", haciéndolo revivir sobre el escenario. En una hora y media de actuación pura, Jones y Borges discuten, se ríen, se abrazan, filosofan, interactuando en un juego de desdoblamiento que inquieta y emociona.
El año pasado, en cuatro funciones inolvidables que tuvieron lugar en la Sala Zavala Muniz del Teatro Solís, Jones se despidió de la actuación, de la que había decidido alejarse por una dolencia neurológica. Si bien no es grave, él teme que le impida manejar su cuerpo con la libertad que viene demostrando desde hace décadas, en tantas actuaciones magistrales como "Hamlet", "El hombre elefante", "Calígula", "Rompiendo códigos"... Ahora desarrolla su genio desde el rol de director, y prueba de ello es la impresionante versión de "Un tranvía llamado deseo" que se estrenara hace un par de semanas en el Teatro Alianza.
Cuando arribamos a Chicago, encontramos a Roberto sobreexigido y estresado por el retorno a las tablas con un compromiso físico y espiritual de la envergadura del monólogo de Burel. Y sin embargo, doy fe que hizo las funciones más intensas y energéticas que yo recuerde. Hay un momento de la obra en el que, desde la cabina de audio, entro siempre en una especie de comunión mística con él, y me consta que también le ocurre a muchos espectadores. Es cuando el actor Jones llama a su personaje Borges, que llega "flotando" hacia él, para abrazarlo. La actriz Stefanie Neukirch me hizo notar que es tal la concentración de Roberto en abrirse al abrazo con esa entidad abstracta, que uno llega a sentir la presencia física de Borges, ¡al punto que hay espectadores que se dan vuelta para verlo! Como en un juego de espejos borgeano, la representación invoca a un escritor que ha muerto hace más de dos décadas, pero al mismo tiempo se resignifica como el último rol de un actor que ha dedicado su vida a emocionarnos desde el escenario. Jones termina advirtiendo a Borges que va a actuarlo "por última vez", y no está hablando solo del último soplo de vida que concederá a su personaje, sino también de su propia despedida como artista. Por eso la emotiva trascendencia de ese abrazo entre actor y personaje. No es casual que en una de las funciones, Jones haya abierto sus brazos a Borges diciéndole "ahora nos volvemos a encontrar aquí, en Chicago". Es verdad. Roberto marcó el lugar geográfico del encuentro, porque esa ciudad, después de casi un año, logró volver a reunirlos. Y no es un abrazo común. Es el de quienes no sólo comparten un pasado de maestro y discípulo: también un presente de renuncias y despedidas, de silencios cargados de nostálgica melancolía.
Pero en el fondo, ambos finales son ilusorios.
Porque la muerte física no impide a Borges seguir siendo un faro para la literatura mundial, y un ejemplo de vitalidad de la cultura argentina, sobre todo en un momento tan penoso como el presente, que se debate entre la idiotez de la televisión y el oficialismo casi patoteril de tantos supuestos intelectuales.
Y el alejamiento de Jones de la actuación tiene la contrapartida de que acentuará su influencia docente desde la dirección, entregando la antorcha de la excelencia interpretativa a las nuevas generaciones.
Es que todo se resume en una frase que se le escuchó decir una vez a Federico Fellini: "No hay fin ni hay principio. Sólo una infinita pasión por la vida".