Las dos frases riman. Las dos frases expresan sendas etapas de la democracia uruguaya. Las dos frases implican sendas maneras de empobrecer el debate político y menoscabar la convivencia.
"¿Hola Heber?" era la invocación con que los oyentes de un programa radial llamado "Sea usted juez por un minuto", iniciaban sus conversaciones telefónicas con el popular conductor y relator deportivo Heber Pinto. Corrían los años ochenta y primeros noventa, y el país recobraba la vida democrática dificultosamente. Recuerdo que en aquella época me proponía escribir una obra de teatro con el título de "¿Hola Heber?", porque veía en esas dos palabras una especie de emblema de la inmadurez democrática nacional. Allí no hablaban los políticos ni los sindicalistas. Allí se expresaba la gente de a pie y mayormente de derecha, nostálgica de la dictadura, eufemísticamente llamada "el proceso". Después del "¿Hola Heber?", venían exabruptos tales como "cuando gobernaban los militares no había tanta inseguridad", o "si en el 80 hubiera ganado el Sí, estas cosas no estarían pasando", o "la culpa de todo la tiene el bolchaje tupamaro". Mucha gente lo escuchaba para reír. Incluso hace unos días, el teatrista, maestro y amigo Júver Salcedo, me recordaba que Mecha Bustos parodiaba la audición radial en Decalegrón, y un día se confundió y dijo "¿Hola Júver?" Exponerse al programa de Heber Pinto era algo así como mirar por el ojo de la cerradura a una derecha naïf, como se escuchan hoy las intimidades insólitas que extrae el licenciado Petinatti de sus incautos oyentes. Algunas de las opiniones realmente daban gracia por lo reaccionarias. Por mi parte, las escuchaba con la inquietud de quien percibía el verdadero sentir de los niveles socioculturales más bajos, más allá de la campana de cristal que conformaba el grupo de familiares, conocidos y amigos bienpensantes que me rodeaban.
Y para mí no había que tomarlas a la ligera. Porque algunas opiniones revelaban una estructura mental formateada por la dictadura, con su adoctrinamiento a mirar la realidad en blanco y negro, su estigmatización del que pensaba distinto, su soberbia y prepotencia. En la supuesta inocencia de esos pareceres se ocultaba la intolerancia suficiente para amparar o justificar persecuciones, torturas, vejámenes de todo tipo que cometieron las dictaduras de Uruguay y toda América. Contra guerrilleros que sabían a lo que se exponían, pero también contra gente común que simplemente se había jugado por sus ideales, sin más armas que sus convicciones: políticos, sindicalistas, periodistas, representantes de la cultura...
Es erróneo analizar los totalitarismos como conspiraciones de un grupo de intolerantes contra todo un pueblo, con perversos apoyos imperiales. Lo justo es reconocer que los dictadores llegan al poder también gracias al respaldo de contingentes populares anónimos que, desde visiones simplistas, promueven la intolerancia y descreen de la democracia.
Ese simplismo no es patrimonio único de la derecha. Hay que recordar el desdén con que algunos sectores de izquierda se referían en los años sesenta y setenta a las "libertades formales" de la democracia que calificaban como "burguesa", o el respaldo del Partido Comunista a los demagógicos "comunicados 4 y 7" de las Fuerzas Armadas, que prometían una dictadura peruanista, o la manera como algunos tupamaros, en los cuarteles, colaboraron con los militares en la denuncia de supuestos ilícitos económicos de políticos y empresarios. Esos apoyos estratégicos significaron una paradoja macabra, porque comunistas y tupamaros terminaron siendo los más perjudicados por el terrorismo de estado.
Después de que se conocieron tales desmanes, el hecho de que hubiera gente dispuesta a reclamar por radio que volvieran los militares, sólo podía calificarse como truculento y escandaloso. Lo que dice paródicamente el inefable personaje "Gregorio" que interpreta Martín Fablet en el programa matutino de Radio Sarandí, aquellas personas lo decían en serio. Y revelaban con ello la fragilidad de la democracia que renacía.
En 2003, el hoy presidente José Mujica, devenido entonces en parlamentario sui generis, el único que llegaba al Palacio Legislativo en moto y vistiendo ropa de jean, era entrevistado por un periodista de prestigio, el más importante de Teledoce y uno de los más prestigiosos de entonces, Néber Araújo. En el transcurso de un reportaje, Mujica dijo su famoso exabrupto "no sea nabo, Néber". Pido al lector memorioso que recuerde la sorpresa de Araújo y la compare con la naturalidad con que los comunicadores de hoy dicen y reciben todo tipo de expresiones malsonantes. La situación fue tan ajena a lo común, que la gente que miraba el programa llamaba por teléfono a sus amigos y les decía cosas como "¡poné el 12, que el Pepe está tratando de nabo a Néber Araújo!". Muchos izquierdistas de entonces reprochaban la supuesta falta de objetividad del periodista, porque en dos ocasiones no había ocultado su preferencia personal por candidatos de los partidos tradicionales. Incluso se llegó a especular que el alejamiento de Araújo de los medios fue motivado por aquel insulto de Mujica, sumado a la llegada del Frente Amplio al gobierno. En lo personal, debo confesar que cuando veo o escucho programas políticos, por televisión o radio, extraño a Néber. Extraño su sobriedad comunicativa y su precisión en realizar preguntas incómodas para el entrevistado, en un clima de absoluto respeto, sin los chisporroteos de infotainment que hoy vienen añadidos al género. Aquel fue mucho más que un insulto desafortunado. Fue una especie de vendetta de los liderazgos basados en la emotividad contra el periodismo de la razón. Fue un nuevo intento -exitoso, por cierto- de dividir a las personas entre los vivos que piensan como yo y los nabos que piensan distinto. Cuando en lugar de decir "usted no tiene razón" se dice "usted es un nabo", se está dejando de lado la capacidad de convencer, e instituyendo la prepotencia del estigma, en un mecanismo muy similar, desde el extremo opuesto en lo ideológico, al que usaban los opinantes de "¿Hola Héber?"
Los únicos que pierden, entonces, son los ciudadanos. Y por extensión, pierde la democracia. Los dirigentes políticos de todos los partidos deberían ser los primeros en dar ejemplo de tolerancia, desterrando las muletillas descalificatorias de sus vocabularios y reemplazándolas por argumentos serios y respetuosos. Los medios de comunicación también tienen un gran trabajo que hacer al respecto.
Si este cambio no se produce, no sería raro que dentro de veinte años escuchemos otra frase reaccionaria que rime con "...éber", y que siga simplificando y empobreciendo la capacidad de razonamiento de nuestros hijos.