El conflicto por la discusión de la ley S.O.P.A. (Stop Online Piracy Act) se nos está presentando de un modo peligrosamente simplista. El rechazo de Google, Facebook y Youtube, así como la indignación espontánea de millones de usuarios que tienen en la red su principal fuente de información y entretenimiento, inciden en un clamor generalizado contra esto que se interpreta como una presión de las multinacionales sin alma contra el acceso gratuito al conocimiento.
Así lo expresa esta didáctica animación de la organización global Anonymous:
Dicho así, el que defienda el proyecto de ley es un malvado y un insensible. El ejemplo del pollo frito es muy ilustrativo, pero engañoso. Está claro que tengo derecho a enseñarle a mi mujer lo que aprendí en una clase que pagué. Pero las obras de arte pirateadas no son algo tan simple como un consejo culinario. Involucran ideas que formulan personas de talento, habilidades de quienes ejecutan esas ideas e inversiones de quienes las producen. No pagar por disfrutarlas equivale a adueñarse de ellas en forma indebida, como si nos metiéramos en una casa de electrodomésticos y sacáramos el televisor más lindo sin pasar por la caja, o aprovecháramos que una mansión en Carrasco está desocupada para meternos dentro y convertirla en nuestra vivienda.
Este daño no sólo perjudica a los creadores y productores: pone en peligro la continuidad de la creación y la producción. Según los muchachos de Anonymous, los creadores están a salvo, porque solamente se ataca a la "mafia de contenidos" que ve peligrar su "obsoleto modelo de negocios". Lo que no explican es quién le va a dar trabajo a los creadores, quién va a invertir en ellos, si a sus obras cualquiera accede gratis. Tal vez pretenden que el cine del futuro se haga con una camarita doméstica y actores honorarios. Pero en tal caso, no es coherente que los usuarios descarguen películas cuya producción demandó decenas o centenares de millones de dólares.
Compartir la receta del pollo frito puede parecer muy solidario, pero para los propietarios de Megaupload, Rapidshare y otros, es un negocio que les ha proporcionado gigantescas ganancias, sin haber puesto un centésimo en la generación y producción de esos contenidos que comparten "generosamente". Es como si yo repartiera en mi barrio el sueldo de mi vecino, y encima me quedara con una comisión.
A los consumidores no nos importa (y me incluyo, porque también tengo mis visitas a Cuevana). Es lindísimo mirar películas y escuchar música sin pagar, tan excitante como colarse en el cine o afanar una chuchería del supermercado. Pero es un delito idéntico a cualquiera de éstos. Salvo que convengamos que las obras de arte no tienen valor económico y que los artistas y productores no merecen percibir una retribución por su talento y esfuerzo. Se trata de lo que me atrevo a definir como un consumo caníbal: en lugar de saborear el producto creativo, lo estamos devorando, literalmente estamos matando a los creadores y eliminando sus posibilidades de seguir produciendo arte y conocimientos en el futuro.
Lo grave de todo esto es que la única manera en que los derechos de autor pueden protegerse, es como lo plantea esta ley, en una suerte de vigilancia policial sobre los contenidos de Internet, muy parecida a la censura y al avasallamiento de las libertades individuales. Y aún así las posibilidades de éxito de la represión son muy escasas. Aunque el inefable gordito de Megaupload esté preso, acaba de saberse que un grupo de hackers puso a disposición gratuita del público toda la discografía y filmografía de Sony.
Es el gran aporte que trajo Internet al mundo, empoderando a los usuarios y fortaleciéndolos a tal punto a través de las redes, que han logrado incluso objetivos que parecían imposibles, como la primavera árabe. Al igual que con todas las herramientas creadas por el hombre, internet sirve tanto para derribar dictaduras como para incentivar la pedofilia. Sus contradicciones éticas son un reflejo certero de las que definen al ser humano.
Por otra parte, hay muchos casos en que al artista le interesa hacer llegar su creación en forma gratuita a través de la red. Creo que fue al dramaturgo venezonalo Gustavo Ott a quien le escuché decir, hace diez años, que había colgado todas sus obras teatrales en la web, porque su oportunidad de negocio no era editorial, sino que se daba por la representación. De manera que a mayor cantidad de destinatarios de sus textos, superiores serían las posibilidades de interesar a productores para ponerlos en escena. El mismo criterio sigue una enorme cantidad de dramaturgos latinoamericanos que han subido sus textos a la página de CELCIT, o el Ministerio de Educación y Cultura de nuestro país, que merced a una excelente iniciativa de Mariana Percovich, inauguró el sitio Dramaturgia Uruguaya. En estos casos, la gratuidad de Internet tiene un valor promocional para los creadores. Es un modelo que también usan los músicos que cuelgan algunas de sus canciones en My Space. Incluso he sentido a quienes no les molesta liberar toda su discografía, a cambio de que la popularidad en la red se traduzca en más entradas vendidas para sus conciertos.
Pero claramente la industria editorial y la cinematográfica no se encuadran en absoluto en este modelo, porque libros y películas descargados ilegalmente son fines en sí mismos. Vociferar que bajarlos gratis es un derecho no es otra cosa que hacerse el generoso con el trabajo ajeno. Si para colmo de males esa piratería produce multimillonarias ganancias a los intermediaros informáticos, entonces defenderla nos convierte en cómplices. Y acá no vale la manida retórica pobrista según la cual esta gratuidad favorece el acceso a quienes no tienen medios para pagarlo. La democratización de la cultura es tarea del estado y de los particulares sensibles al problema. A nadie se le ocurriría autorizar a las personas desfavorecidas que saqueen los supermercados. Esto es lo mismo. Tienen todo el derecho del mundo a acceder gratis a los bienes culturales, pero no robándolos a los creadores, sino como producto de un esfuerzo de compra de toda la sociedad.
No sé si la ley S.O.P.A. es la solución. Es posible que su esquema de ultravigilancia genere un gran daño a la horizontalidad democrática de Internet. Pero de ahí a justificar que mi trabajo merece ser pago y el de un artista no...
Si quieren hacer demagogia, deberían invertir en ello su propio dinero.