Apelo a la memoria de los lectores más viejos que yo: no tengo recuerdo de que en algún período de la historia uruguaya de los últimos cincuenta años se haya llegado a un nivel de polarización social tan violento como el que estamos viviendo actualmente.
En la misma semana, ocurrieron dos hechos sorprendentes:
Algún lector me hará ver que la polarización de los años 60 y primeros 70 fue igualmente grave. Es verdad que en esa época la discusión se centraba en si se era "facho" o "bolche", menoscabando a la inmensa mayoría de uruguayos demócratas. Pero había una gran diferencia: la brecha entre ambos extremos era ideológica, no social. Si bien el discurso de los radicales de izquierda acusaba a "la burguesía" y "la rosca" y el de los de derecha a "la peste roja", no es menos cierto que no había identificaciones de clase con ambos extremos: los movimientos revolucionarios se nutrieron de muchos jóvenes de nivel medio alto, y la base electoral de los grupos más derechistas estuvo en buena medida en la clase baja.
Actualmente ocurre algo muy distinto. Lo que queda de la discusión ideológica es anodino, se limita a eslóganes vacíos que se lanzan al azar cada tanto, o a artículos de intelectuales que reavivan la fe marxista con argumentaciones rebuscadas. En cambio, parece avanzar una identificación clasista que enfrenta en forma creciente a ambos extremos de la escala social.
Pero en esta observación hay que escapar a las simplificaciones. Basta ver a los beneficiarios de "Techo" defendiendo las soluciones transitorias que les brindó esa ONG, o a las personas de clase alta alarmadas por la guetización que algunos de sus pares reclaman.
Sin embargo, creo que todos los uruguayos tendríamos que mirar con mucha atención este proceso, para evitar un efecto de contagio que termine en los desbordes populistas de algunos países. El odio de clase es la semilla más efectiva para el surgimiento de gobiernos autoritarios de derecha o izquierda, que tienen siempre el mismo modus operandi: elegir a un enemigo al que odiar (los ricos, los comunistas, lo que sea) para manipular a las masas dóciles y enriquecerse a su costa.
Si basta un ejemplo, tenemos lo que está pasando en la vereda de enfrente. La polarización instalada por el corrupto gobierno argentino y acentuada por el estilo chanta y caricaturesco de su único opositor efectivo, Jorge Lanata, ejerce una notoria influencia en lo que nos está pasando. También ha hecho su parte la permanente prédica de nuestro presidente contra los abogados, los escribanos, los productores rurales y hasta los que hablan inglés. Hay esquematismos mentales que pueden ser muy rendidores para mejorar índices de aprobación en las encuestas, pero que inevitablemente terminan modificando pautas culturales y valores.
Desde las más altas jerarquías se están dando a nuestros jóvenes mensajes contradictorios. Por un lado se los estimula a estudiar, y por otro se estigmatiza a quienes triunfan gracias a ello, echando un manto de desconfianza generalizada contra su moralidad.
Del otro lado, crece un sentimiento de animadversión hacia la gente de menores recursos, a la que solo se acepta si ejerce roles de servidumbre. Me recuerda a aquella asombrosa película de David W. Griffith llamada "El nacimiento de una nación" (1915). Asombrosa porque desde el punto de vista formal es una de las grandes creaciones de la historia del cine, pero desde lo conceptual, es un aberrante panfleto racista. Transcurre durante la Guerra de Secesión y presenta a los integrantes del Ku Klux Klan como héroes. Recuerdo que cuando muestra a los negros organizados en la defensa de sus derechos, los caricaturiza como borrachos y pendencieros, y que al único que absuelve es al que mantiene la lealtad a sus amos blancos, al extremo de traicionar a su propia raza.
Este desprecio de dos vías, que los informativos y la prensa testimonian en forma gradualmente creciente, está en las antípodas de aquel Uruguay integrador que creció en el siglo XX al amparo del batllismo. Un batllismo cuya impronta socializante no se hizo a expensas de la lucha de clases sino, por el contrario, de un crecimiento colaborativo, basado en el estímulo a la educación y la cultura como fuentes de movilidad social.
Sin embargo, me parece simplificador suponer que la concepción marxista fue la única responsable de la derrota del Uruguay de los consensos. Estoy convencido de que el escaso énfasis que se ha puesto en la última década en el cambio educativo y cultural, también hizo su trabajo. El sistema público de la enseñanza sigue funcionando en base a un centralismo que uniformiza estímulos a pesar de dirigirse a públicos muy diversos, y los medios masivos de comunicación siguen operando con una estricta lógica de mercado, que no hace más que retroalimentar sin pausa el deterioro sucesivo e inexorable del nivel cultural.
Asumo que son muchos temas controvertidos puestos sobre la mesa en escasas líneas y no pretendo que existan soluciones mágicas. Pero sí creo que este es el tema más importante del país. El que debe estar en la primera fila de la discusión política. Es triste, lastimoso y patético que hoy estemos dedicando tiempo y espacio a la telenovela tupamara de Amodio Pérez, a ver quién era mujeriego y quién no se bañaba y gracias a quién se escaparon del penal. Echemos un manto de silencio piadoso por ese trágico dislate que fue el movimiento revolucionario de los sesenta, y empecemos de una vez a pensar el futuro con seriedad y actitud integradora.