A casi ocho meses del inicio de las instancias electorales, luego de preguntas y repreguntas de las encuestadoras, sabemos que un 24%-25% de los uruguayos esgrimimos esa negativa al alineamiento como expresión de insatisfacción y enojo con lo que entendemos es algo así como una democracia coptada y peligrosamente ineficaz.

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Columnas y análisis. Por Jorge Jauri

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550.000 indecisos: consecuencia y oportunidad

19.Sep.2018

A casi ocho meses del inicio de las instancias electorales, luego de preguntas y repreguntas de las encuestadoras, sabemos que un 24%-25% de los uruguayos esgrimimos esa negativa al alineamiento como expresión de insatisfacción y enojo con lo que entendemos es algo así como una democracia coptada y peligrosamente ineficaz.

Pero ese conjunto ciudadano también es una  fuerza en si misma; pasible de mantenerse como tal hasta que otra manera de hacer política que la ofertada hoy sea capaz de reconquistar su confianza y definir algo más que la elección de 2019. Ese es el gran desafío y sólo es abordable desde la discusión de ideas más que del voluntarismo de la mejor gestión.

              La inminencia de la campaña electoral ha precipitado la asunción de sus obligaciones de muchos ciudadanos respecto a la democracia y la República. Esto no es menor: precipitación de una obligación que exige. Obligación a menudo olvidada o soslayada se precipita porque Uruguay se ha situado en una coyuntura inédita en su historia. Simplificando, ha llegado a un cruce de caminos entre el que bordea el abismo  y el de la apertura de enormes oportunidades.

              Abundan los diagnósticos, sobran los programas. Cargosamente cada eventual candidato a la representación ciudadana considera que debe proponer una enormidad de políticas públicas  capaces de resolver los déficit; desde los más imperativos –educación, seguridad, falta de competitividad, trabajo, política exterior, etc-. etc.. Se ha generado una confusa hiperinflación programática frente a la cual aumenta la confusión y la resistencia ciudadana a involucrarse en la política.

              Paralelamente la crónica de la corrupción y la violencia desmadrada han irrumpido en la agenda y a su denuncia e inferencias le prestamos una sorprendida atención.

La progresión autoritaria: el abandono de la reflexión  ciudadana

              Esa convergencia abrupta  sobre la confusión “programática” y el impacto que generan las pústulas abiertas de la corrupción, a lo que se suma el relato diario de la violencia, tiene un resultado indeseable: la pasividad expectante en el mejor de los casos,  la renuncia a las obligaciones ciudadanas de una enorme cantidad de compatriotas;  la realidad  ha impuesto la información y la anécdota “macro”  a la reflexión ciudadana. Pasivos,  nos estamos acostumbrando a ceder demasiada soberanía individual  a un  Estado incapaz de enfrentar esas presiones sociales. Y el Estado responde en su dialéctica de impericia, abroquelamiento en las mayorías absolutas inventando todos los días políticas que   trasvasan largamente sus cometidos constitucionales. Pero sobretodo, impresiona esa funcionalidad perversa que se ha establecido entre un Estado que ha incorporado características de ilegitimidad y la renuncia ciudadana; incluyendo en ella  la propia impotencia creciente de los buenos funcionarios, la claudicación institucional incluyendo la primera de todas, la más riesgosa: la del Poder Judicial y los desmerecidos organismos de contralor.

              Las mayorías absolutas

Esa elasticidad propia de las democracias potentes se ha roto en el Uruguay. La tensión ciudadanía activa y Estado diligente ha sido fagocitada por el imperio de las  mayorías absolutas. ¿Y porque no decirlo? Por la victoria cultural de una estrategia putchista que conscientes o no de sus extremos nos tuvo y tiene a tantos de nosotros como protagonistas o cretinos útiles. ¿O es que alguien duda aún que ese triángulo del poder absoluto del Ejecutivo, las mayorías absolutas legislativas y sus estrechos vínculos con organizaciones sindicales y empresariales, lejos de caer del cielo fue construida paso a paso desde una ideología de objetivos totalitarios ejercitada durante al menos setenta años?

La interrogante es desde dónde se apalancan los cambios o, al menos, el restablecimiento de una relación sana entre un Estado útil y la sociedad activa en sus contraprestaciones; esas que, en primer, lugar logre desembarazar a los individuos libres y orientales honestos de los monopolios corporativos sean cuales sean.   ¿Por dónde debería andar el esfuerzo de un ciudadano honesto y atento a la suerte de su familia en primer lugar? A modo de modesta contribución, cumplidas las obligaciones morales y de norma básica:

a.       Afirmar o rescatar la independencia personal de juicio, expresión y acción. Nunca fue bueno ni en la modernidad es posible, vivir atado a rencores o a dependencias irracionales que no sean aquellas vinculadas a los afectos más íntimos. Esas esferas del confort y las viejas pertenencias están quedando vacías. Ni siquiera la familia, núcleo básico y referencia tutelar, más allá de los deseos, es o será capaz de reconstituirse como espolón de cambios. Duele pero es así.

b.      Repensarnos en este escenario de realismo es imperativo, orientados entre el tumulto  por una única brújula: la de la libertad. En otros lares eso está asegurado por la experiencia de centenios de batallas y  contratos constitucionales que no se manosean todos los días. Aquí, la mera mención de esta consigna, la del principio de la libertad como santo y seña, es objeto de un bulling aterradoramente ignorante.  Los liberales somos asimilados a una “derecha” frente a la cual se reúne la “izquierda” y su épica, esa que menciona Sendic como escudo dos por tres.

c.       Orientarse desde allí en la búsqueda de los efectos utilitarios de la libertad: Ahora si, a los efectos prácticos. Y particularmente en lo que refiere a las obligaciones y derechos que debe asumir un individuo en el ejercicio responsable de su libertad personal.

d.      Esa intransigencia con uno mismo nos va a preservar de adhesiones cómodas o a reincidir en alternativas de corte artesanal, o improvisaciones. Esta es una barrera alta que nos debemos imponer a nosotros mismos en las experiencias de reactivación social y política que comenzamos a frecuentar. Carreras que deben ser corridas en aquella perspectiva de reasunción de la responsabilidad ciudadana orientada ya no sólo por la brújula de la libertad sino también por la de la utilidad.  El ejemplo más frontal es ¿cómo contribuir a la legitimación moral de un Estado jurídicamente hábil y tan ilegitimo en su ineptitud  como el que hoy administra la democracia que debemos preservar?

No nos sirve a estos efectos la falacia de más o menos Estado. Esa falsa oposición nos impide pensar en alternativas capaces de replantearse la utilidad del Estado desde una necesaria reestructura no sólo de sus relaciones institucionales propias sino de la relación que ese Estado tiene con la sociedad. De lo contrario desembocaremos en la discusión de sus déficits contables, lo que con toda su importancia no dejan de ser una consecuencia. Y, de inmediato, deberemos introducirnos en la esfera de las contraprestaciones obligatorias que en democracia debe proveer la sociedad a una democracia fuerte. Desde allí deberán emerger alternativas que nos comprendan en cada uno de los lugares en los que actuamos. Sin aquella brújula de la libertad como imperativo, la historia  de la política es la del desvío moral como lo demuestra cuanta experiencia populista conocemos en la historia reciente.  Desde el egoísmo o la pasividad hemos aceptado o protagonizado la estructuración de una sociedad corporativizada. Trabajadores, pasivos, empresarios no hemos encontrado otra alternativa de prestación capaz realmente de lidiar con el natural expansionismo del Estado sobre las libertades individuales como no sea desde los agrupamientos corporativos.   

             

Frente a este estado de cosas y desde el seno de esos  550.000 indecisos frente a su definición electoral están naciendo prometedoras iniciativas. Veremos.