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Sobre el autor

Sociólogo. Profesor e investigador en el Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales (Universidad de la República). Primer suplente al senado por el sublema Casa Grande (Frente Amplio).

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Tiempos nuevos

26.Feb.2015

Habrá tiempo para regresar a las discusiones sobre el rumbo de nuestro modelo de desarrollo, sobre la necesidad de profundizar la redistribución y sobre el imperativo de una política de seguridad ciudadana que se aleje del paradigma conservador

Quedarán para otro día los detalles sobre un ambicioso proyecto de educación pública, una política medioambiental a la altura de los riesgos y el despliegue de un Estado como soporte esencial de un espacio público fortalecido.

Hoy queremos tomar conciencia del punto exacto en el que estamos: a treinta años de la recuperación democrática, a una década del acceso de la izquierda a la conducción del estado y a pocas horas del inicio de un nuevo gobierno del Frente Amplio.

Cuando los malos tiempos se ciernen, las tormentas no cesan y la desazón se instala como sentimiento, muchos se refugian en el pasado, personal o colectivo. En el Uruguay de los últimos lustros, la historia -en todas sus variantes narrativas- se ha transformado en un bien de alta cotización. La historia y la memoria son refugio, pero también son campo privilegiado de luchas por la apropiación de verdades. Como evasión o como combate, el pasado no puede dejar de influir sobre el presente.

Y la historia demuestra con contundencia que la crisis en el Uruguay fue un largo proceso que se instaló por casi medio siglo. Más allá de los ciclos económicos de crecimiento y recesión, el flagelo mordió con saña a las estructuras, obturó los canales de la movilidad y bebió hasta la saciedad de las fuentes de la integración social. Autoritarismo, violencia, estancamiento, emigración, frustración y marginalidad fueron las notas persistentes de un largo tiempo de descomposición que, sin embargo, significó una profunda reconfiguración de la matriz capitalista del país.

La democracia recuperada en 1985 implicó un rebrote de esperanzas. Pero la misma se construyó sobre bases débiles. Los impulsos reformistas nunca pudieron revertir el talante social propio de la crisis. La aplicación de políticas económicas de mercado chocó muchas veces (y con distintos resultados) contra una voluntad organizada a través de los recursos constitucionales de la democracia directa. La restauración del propio sistema político convivió con transformaciones socioculturales de magnitud, pautadas por las mutaciones civilizatorias de las últimas décadas.

Y el balance fue deficitario: el problema de los Derechos Humanos, la corrupción, la precariedad de las reformas, la multiplicación de la desigualdad y la desintegración sociales, las inequidades de género, la emergencia de nuevas violencias, el aplastante sentimiento de inseguridad y la postergación del sistema de justicia, fueron algunos de los rubros que marcaron a fuego el fracaso de los gobiernos de los partidos tradicionales.

Por el contrario, esta última década del Uruguay ha permitido algo histórico: alejarnos del horizonte de la crisis. Estabilidad, crecimiento, redistribución, confianza, proyección, bienestar, dignificación, reconocimiento, son realidades que han comenzado a cambiar la geografía social y cultural del país. Con qué intensidad y sobre qué bases debe ser objeto de una profunda discusión. Pero lo esencial no cambia, y la hazaña del Frente Amplio está consumada.

La nube negra de la crisis va quedando a nuestras espaldas porque durante estos años un Estado empobrecido y maniatado ha recuperado capacidad de conducción, porque una nueva agenda de derechos ha ensanchado los límites de los decible y lo pensable en el país, porque la izquierda ha tenido liderazgos que han sintonizado con las demandas sociales, y porque el proyecto se echó a andar sobre la base de un optimismo moderado que tan bien encaja con los nuevos mandatos sociales del éxito individual.

En este sentido, la década frenteamplista ha sido lo más sostenible y auspicioso de estos treinta años de democracia recuperada. Los resultados electorales y los niveles de aprobación de los gobiernos y sus presidentes ponen en evidencia el clima social que subyace. La oposición y sus viejos líderes golpean machaconamente sobre la infinidad de problemas que subsisten (educación y seguridad como banderas), hacen caudal con las consecuencias negativas de este desarrollo capitalista (sin juzgar jamás la raíz estructural de los problemas) y repiten hasta el hartazgo el relato de una prosperidad que vino de afuera y que fue dilapidada (en contraposición a la crisis externa que ellos padecieron y que manejaron a la perfección). Sin embargo, no han logrado romper los límites de credibilidad de un nuevo consenso.

Hay que dato que merece destacarse, y que ameritaría indagaciones profundas: las generaciones más nuevas podrán registrar ese medio siglo de descomposición en las múltiples evidencias de una realidad social que todavía golpea; con seguridad, la gran mayoría de las generaciones habrán vivido tiempos peores; y sólo unos pocos podrán testimoniar sobre aquel Uruguay integrado y anhelarán los buenos viejos tiempos (los de la "bovina euforia"). En este cruce de expectativas y vivencias debe tomar forma un impulso renovado que nos ponga a resguardo de la frustración, el conformismo y la nostalgia.

Alejarse de las orillas de la crisis implica construir hegemonía, es decir, nuevos equilibrios. Y lo que se ha logrado -lo repetimos- ha sido extraordinario. De todas formas, debemos ser conscientes de algunos riesgos: hacer de los medios y el gradualismo, fines; sucumbir a la "euforia sojera"; repartir áreas estratégicas de gestión sobre la bases de pactos de poder sectoriales; gobernar sin asumir conflictos; imponer retóricas amortiguadoras para justificar posiciones conservadoras.

A partir del próximo 1º de marzo esta historia proseguirá su curso. Para un país pequeño que navega en las aguas de un nuevo capitalismo (que apenas estamos comprendiendo), el viaje tendrá sus precariedades: embarcación, tripulantes, arrecifes, vientos. Pero las energías habrá que buscarlas, con empecinamiento, allí donde están: en la política, en la economía, en el conocimiento, en las organizaciones sociales.

Comandar este trayecto supondrá más política. Supondrá, también, la revalorización de una conciencia crítica (interpretación trasformadora, negación del pensamiento único) que tenga como horizonte el igualitarismo, la pluralidad y la regeneración de lo público.