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Sobre el autor

Sociólogo. Profesor e investigador en el Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales (Universidad de la República). Primer suplente al senado por el sublema Casa Grande (Frente Amplio).

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Inseguridad, incertidumbre y desprotección

13.Mar.2015

Cuando hablamos de inseguridad inmediatamente pensamos en el delito, y más en particular en los robos callejeros, muchas veces con violencia y bajo modalidades que van y vienen (el secuestro express, las pequeñas bandas o los motochorros). Este vínculo estrecho entre inseguridad y delito ha dado lugar a distintas denominaciones de las políticas públicas que responden de forma "especializada" al problema. La expresión "seguridad pública" alude a un enfoque tradicional de respuesta policial-penal de control y sanción del delito. Por su parte, la noción de "seguridad ciudadana" también queda acotada a un conjunto de delitos convencionales (homicidios, robos con violencia, hurtos, agresiones, lesiones, etc.), pero incorpora figuras complementarias de criminalidad (violencia de género, explotación sexual, delitos ambientales, violencia hacia niños y niñas, etc.), y asume a los suicidios, a los accidentes de tránsitos y a otras formas de violencias no delictivas como reflejos de múltiples conflictos sociales.
En el panorama actual, ambas expresiones se usan indistintamente ya que las funciones excluyentes siguen siendo la represión y la sanción del delito, quedando las acciones preventivas en el plano de las buenas intenciones. Cuando las situaciones se vuelven extremas y las políticas tradicionales resultan desbordadas, algunos gobernantes ensanchan el horizonte y se afilian a la idea de "seguridad humana" (definida como la condición de vivir libre de temor y libre de necesidad), casi siempre para "demostrar" que las respuestas se despliegan en toda su complejidad.
En los últimos años, en América Latina se ha expandido el gasto en seguridad. Entre las amenazas objetivas, las demandas ciudadanas y la necesidad básica de invertir en sectores pauperizados del Estado (como las policías, la justicia penal y las cárceles), los salarios, la infraestructura, el equipamiento y la tecnología han tenido mejoras significativas, aunque eso no ha supuesto innovaciones en las orientaciones estratégicas y en las reformas institucionales. Ruidos, estruendos, discusiones, marketing, esfuerzo, tenacidad, improvisación, pero en verdad escasos avances. El delito no cede y el sentimiento de inseguridad está plenamente consolidado como dato cultural.
Decir que el fenómeno es complejo y que requiere tiempo y abordajes integrales es un auténtico lugar común. Alegar que lo "social" (desempleo, pobreza, etc.) ya no alcanza para explicar la criminalidad y que las políticas de seguridad deben combinarse con las políticas sociales, es la ruta que muchos han elegido para autoproclamar un aprendizaje. ¿Pero qué hemos aprendido en verdad?
Hace ya más de dos décadas, Zygmunt Bauman estableció la distinción entre seguridad, certeza y protección. La seguridad es saber que todo aquello que se ha logrado conservará su valor como fuente de orgullo y respeto. El mundo debe ser confiable y estable, y en él debemos aprender modos eficaces de actuar y habilidades necesarias para enfrentar los desafíos de la vida. En sociedades desreguladas, privatizadas y con esferas públicas sin poder, la inseguridad se expande como un rumor. El trabajo, la educación, la solidez de las referencias colectivas y la implementación de un sistema de cuidados, son algunos de los ámbitos estratégicos para librar la verdadera batalla contra las fuentes de la inseguridad.
Por su parte, la certeza implica conocer la "diferencia entre lo razonable y lo insensato, lo confiable y lo engañoso, lo útil y lo inútil, lo correcto y lo incorrecto, lo provechoso y lo dañino, y todas las otras distinciones que nos guían en nuestras elecciones diarias y nos ayudan a tomar decisiones de las que esperamos no arrepentirnos". En sociedades que pregonan la transparencia y la flexibilidad, sólo unos pocos obtienen certezas. La gran mayoría tienen que lidiar solo con las incertidumbres, mientras caen las defensas, se desmigajan las instituciones y se desacreditan las nuevas ideas que llaman a las acciones colectivas. En su intento por mostrar firmeza y autoridad, el Estado le ofrece a los sectores excluidos y segregados la "certeza" de la violencia institucional, la persecución penal y el encierro.
Finalmente, la protección supone mantener bien lejos los peligros extremos que amenazan nuestro cuerpo y sus extensiones, es decir, nuestras propiedades, nuestro hogar y lo que nos rodea. Muchas voces han señalado que las causas más profundas de la angustia -la inseguridad y la incertidumbre de los individuos- se trasladan a la preocupación popular por la falta de protección (o falta de seguridad a secas). Como la política y las instituciones eluden los desafíos de fondo que entraña la desigualdad social, el miedo al delito le otorga al poder local del Estado una gran oportunidad: deportar extranjeros indeseables, luchar contra la delincuencia, construir cárceles, encargar "guardianes", endurecer penas, vigilar por todos los rincones, criminalizar conductas, promover fiscales implacables, etc., son las herramientas para garantizar esa "protección". Asumir este camino como ineludible, y dejar para otro momento los molestos cuestionamientos, han sido las claves del "aprendizaje".
Pero el camino no va por ahí. Un proyecto político de izquierda que asuma en profundidad los retos de la inseguridad y la incertidumbre estará obligado a repensar los fundamentos de la propia sociedad. Aún con mejoras sociales, o con peregrinas ideas de acupunturas urbanas, las marcas lacerantes de la desigualdad seguirán siendo un factor de riesgo para la protección de hombres y mujeres.
No dudamos que las manifestaciones de violencia y criminalidad deben ser prevenidas, controladas y sancionadas. Existe aquí una agenda relevante y cargada, aunque no hay una única forma de pensar y ejecutar las políticas de seguridad. En el afán de demostrar que podemos hacer algo con la inseguridad (el delito), olvidamos casi siempre que todo lo que hacemos está diseñado para dividir, sembrar suspicacias, separar, entronizar enemigos, estigmatizar, violentar desde el propio Estado, en fin, volver más inseguros a los inseguros.
Nuestros proyectos tienen que imaginar sociedades en las que imperen las causas colectivas y la igualdad de posiciones. Debemos dejar la vida en esa tarea, tanto como en la búsqueda de la igualdad de oportunidades y las metas de libertad individual de realización. El puente entre ambos mundos sólo puede construirse desde la política y desde una esfera pública fortalecida.
En definitiva, en este terreno como en otros, habremos aprendido en el momento que comencemos a dudar de lo que hemos aprendido.



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