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La soberbia de los demonios

02.May.2011

 

 

 

Gustavo Penadés

 

¡Qué bien se aplica la doctrina religiosa del ángel caído y convertido en demonio por su soberbia, a los autores del texto, que -por más que nieguen su autoría- alguien escribió y se dio a conocer recientemente!

 

En realidad los autores materiales del mismo no importan. Todos ya sabíamos de la existencia de conversaciones entre dirigentes del MLN-Tupamaros y algunos militares a fines de la década de los noventa. Si de ellas derivó algún documento como el aparecido ahora o si llegaron a pactar alguna cosa, no interesa.

 

Lo que sí debe ser motivo de reflexión, si realmente no queremos caer de nuevo en los horrores vividos, es analizar qué está en la base del fundamento del levantamiento armado protagonizado por los Tupamaros a comienzos de la década de los sesenta y en el golpe de estado dado por algunos militares, acompañados por unos pocos civiles, acaudillados por Juan María Bordaberry.

 

Y, en esa búsqueda, nos ayuda y mucho el documento referido.

 

Porque de su lectura se desprende, nítida, clara, sin lugar a discusión alguna, que fue una descomunal soberbia la que llevó a unos y a otros a quebrar por igual el orden institucional que, basado en la democracia republicana, vivía nuestro Uruguay hasta esos oscuros tiempos.

 

El texto de marras podrá ser o no apócrifo, pero no lo son las innumerables declaraciones de los máximos dirigentes del MLN que, lejos de arrepentirse por sus actos, los han justificado y lo siguen haciendo hasta hoy y que van en el mismo rumbo que la del libelo que motiva estas líneas.

 

Todas tienen una constante: la democracia liberal uruguaya no daba paso por la vía electoral a las apetencias socializantes, de base marxista. Los votos que recogían, una y otra vez, eran prueba elocuente de cuan minoritarios eran los que profesaban esa fe, que sólo por vías totalitarias se había hecho del poder en otros países.

 

Entonces, por sí y sólo ante sí, esas minorías “predestinadas” se creyeron con derecho a tomar las armas para intentar el derrocamiento de gobiernos legítima y democráticamente electos.

 

El texto del 98, ahora conocido, va en la misma línea de pensamiento: “…la ideología fue la causa eficiente de la guerra: básicamente un enfrentamiento entre el liberalismo y el marxismo, las dos ideologías `modernas` y predominantes en este siglo.”

A continuación reconoce que “…es la guerra en sí misma el peor de los horrores y la violación de los derechos humanos por antonomasia, por eso es que se deban considerar todos los extremos de la Causa Justa para llevarla adelante: última razón, autoridad legítima, posibilidad de éxito.”

¿Enfrentamiento entre liberalismo y marxismo en el Uruguay de los sesenta? ¿Causa eficiente de la guerra? ¿Causa justa para llevarla adelante? ¿Última razón, autoridad legítima, posibilidad de éxito?

¡Cuánta petulancia, cuánta soberbia hay en esos desvaríos! ¿Quiénes eran esos pocos “iluminados” para determinar si había o no causa justa o eficiente para iniciar una guerra; cuál era la última razón que esgrimían para declararla o su autoridad legítima para desencadenarla?

Y, por fin, ¡qué escaso discernimiento tuvieron si pensaron en sus posibilidades de éxito, que en un instante se derrumbaron, a poco se enfrentaron a las pobres fuerzas armadas uruguayas, que los derrotaron en un abrir y cerrar de ojos! 

Lo mismo pensamos del bando cívico-militar que, aprovechando el llamado a actuar en contra de los subversivos que realizara la democracia uruguaya a las FFAA, se encaramó en el poder durante once años, instalando una cruel dictadura, sustentada -igual que en el caso de los Tupamaros- en las apetencias de dominio de una pequeña minoría.

Porque minoritarios eran los apoyos del Dictador Bordaberry cuando intentó instalar un régimen corporativista y no democrático en el ´76, lo que fue aprovechado para destituirlo por los también minoritarios militares, que, encabezados por Gregorio Álvarez, intentaron, cuatro años después, una reforma de la Constitución que los perpetuara en el poder del Estado, la que fue dignamente rechazada por la mayoría demócrata de los uruguayos.

Se enojan y se ofenden, por igual, cuando decimos que la mayoría de los orientales quedó atrapada y presa de dos demonios soberbios y minoritarios, que sojuzgaron y conculcaron los derechos del pueblo soberano. Pero, por más que les duela, eso son y como tales actuaron.

 

Demonios que tienen otra nota en común: su afán belicista, su amor por las armas y por la guerra para dar rienda suelta a su soberbia.

 

No tienen desperdicio, en ese sentido, las vanidosas citas a Clausewitz, Heidegger, Freud y ¡hasta Santo Tomás de Aquino!, que aparecen en el documento, pero que, reiteramos, no son nuevas en el discurso de estos vernáculos “señores de la guerra”.

 

Ahora nos enteramos de que tienen otra nota en común: su desprecio por los desaparecidos, a los que no dudan en calificar de muertos en combate. No nos apoyamos solo en el texto -apócrifo según los dirigentes tupamaros- para pensar de este modo. Las declaraciones de Jorge Zabalza hechas a Radio Carve el 25 del corriente, van en igual sentido: “Yo me fui (del MLN) fundamentalmente porque no estaba de acuerdo en enterrar la memoria de nuestros compañeros y declararlos muertos en combate cuando no era cierto, y empezar a hacer un nuevo futuro basado en acuerdos espurios, firmados entre gallos y medianoches. La gente debe saber qué es lo que está en juego. ¿Cuánta gente votó a Mujica y Huidobro, y que si hubiera sabido del acuerdo no los habría votado?".
  

Estamos de acuerdo con Zabalza respecto de los desaparecidos: la enorme mayoría de ellos no fue consecuencia del enfrentamiento entre las FFAA y los Tupamaros, sino que -bastante después- fueron producto de la insanía y el totalitarismo de la Dictadura y, por tanto, del terrorismo de estado.

 

Por ello nuestra indignación por esa barbarie, nuestro dolor solidario con sus familiares y amigos y nuestro apoyo a toda búsqueda lícita -no sesgada ideológicamente- de esclarecimiento.

 

Para finalizar estas reflexiones y expresar nuestra posición de cara al futuro, queremos apoyarnos en un pensamiento extraído de la última de las notas que -siempre con inteligencia y sabiduría- nos regala Luciano Álvarez, en su columna de los sábados en El País.

En ella nos relata parte de la peripecia vital del Cardenal Josef Berán que, como tantos checoeslovacos de su tiempo, fue también presa por igual de dos demonios de su época, sufriendo en el campo de concentración nazi primero y en la cárcel y el destierro comunista después.

Esos dolores y esos sufrimientos no impidieron que el Cardenal Barán, pocos meses antes de su muerte, ocurrida el 17 de mayo de 1969, y con motivo de la inmolación del estudiante checo Jan Palach, en contra de la invasión del ejército soviético que terminó con las reformas liberalizadoras del gobierno de Alexander Dubcek, dirigiera un último mensaje a su pueblo:

“Ha llegado la hora de olvidar el pasado. No consumamos en el odio nuestras energías espirituales, invirtámoslas en la concordia, en el trabajo, en el servicio de nuestros hermanos”.

 



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