Caminaba por el cementerio judío junto al rabino Eliezer Shemtov cuando le pregunté si no era extenuante la vida religiosa judía, el peso de Dios, la culpa por lo que uno hizo o dejó de hacer, la cantidad de normas a cumplir, el remordimiento de la conciencia, el juicio severo del Creador. Su respuesta se podría parafrasear así: “No tienes por qué pensar que Dios está todo el tiempo encima de ti juzgando y controlando cada acto. Quizás en el plan divino toda tu vida se reduce a un momento, a una decisión determinada, a un consejo dado en el instante justo, a resolver un pequeño caso concerniente a tu familia.”
Como pasa siempre en cuestiones teológicas, la respuesta abría otras preguntas: ¿cómo saber aquello para lo que fuiste creado? ¿Y si tu momento era cuando tenías 9 años, qué pasa todo el resto de la vida? ¿cómo estar preparado para ese instante? No entraremos aquí en estas cuestiones, que tienen que ver con el misterio, la fe y la formación. Traigo la anécdota a colación porque la recordé mientras leía ayer la noticia de la muerte del actor Michael Clarke Duncan.
Entre cine y televisión Clarke Duncan participó en 65 proyectos audiovisuales. No obstante, toda su carrera se reduce a su actuación en Milagros Inesperados (The Green Mile). Entiendo que los obituarios hablen de su trabajos iniciales cavando zanjas para una compañía de gas, o de su actividad como guardaespaldas, o de su infancia en Chicago, o de las dificultades de vivir sin un padre. Cuando alguien muere, todos vamos en busca de diversos fragmentos de su vida y creemos que, cuantos más fragmentos recordemos, más completa será la memoria. Pero a veces la totalidad de una persona se concentra en un solo momento. En el caso de Clarke Duncan, toda su vida pública está signada por el personaje de John Coffey, el recluso condenado a muerte en Milagros Inesperados.
Con dos metros de altura y 140 kilos, Clarke Duncan construye paradójicamente un personaje infantil, naif, que carga con el don de la energía y la sensibilidad para con todo lo que lo rodea. Su cuerpo es inmenso, su modo de ser es en extremo delicado. Capta todo, puede pasar las vibraciones o sacarlas donde estas hacen daño. Tiene miedo a la oscuridad. Parecería que no entiende cómo funciona el mundo pero al mismo tiempo es quien lo entiende mejor. Realiza milagros.
El policía Paul Edgecomb, interpretado por Tom Hanks, es encargado de vigilar la Milla Verde, el pasillo que separa las prisiones de los condenados a la silla eléctrica. La noche antes de que maten a Coffey, lo invita a escapar, le confiesa que sentiría un remordimiento grande sino le da la chance de huir. “El día del Juicio Final, cuando me encuentre con Dios y me pregunte por qué maté uno de sus milagros, ¿qué le voy a responder?”.
Coffey lo mira emocionado y le dice: Quiero que esto termine. En verdad lo quiero. Estoy cansado jefe. Estoy cansado de tanto viajar solo como un gorrión en la lluvia. Estoy cansado de no tener a nadie con quien estar, que me diga dónde vamos, de dónde venimos, o por qué. Más que nada, estoy cansado que las personas sean malas unas con otras. Estoy cansado de todo el dolor y el miedo que siento en el mundo cada día; es demasiado. Son como pedazos de vidrio dentro de mi cabeza todo el tiempo; ¿puedes entender?
Clarke Duncan se murió joven, con 54 años. La esperanza de vida hoy en Estados Unidos es de 80 años. Sin embargo, su existencia podría haber sido inclusive demasiado larga. A lo mejor, su paso por este mundo era simplemente crear ese personaje que resume todas las preguntas para las que a veces no encontramos respuesta. Siempre hay algo de milagroso cuando aparecen estas películas que rozan la esencia de todas las cosas. El sentido de la carrera actoral de Clarke Duncan se concentra en ese papel. Como si el plan divino fuese solo que nos regalara a John Coffey. Nada más. Nada menos.