Autor: Doctor en Ciencia Política.
Profesor del Instituto de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.
La destitución de Dilma Rousseff el pasado miércoles ha generado una fuerte contradicción en la izquierda uruguaya. Por un lado, el impeachment desató un intenso sentimiento de indignación por la forma en que el mismo fue procesado y un poderoso sentimiento de solidaridad con la presidenta depuesta y su partido.
Esto es así porque el Frente Amplio y el Partido de los Trabajadores han sido desde su fundación partidos hermanos. Nacieron en los años setenta, sufrieron persecución bajo las dictaduras militares y construyeron su base política desde el activismo en los movimientos sociales. A lo largo de años, sus dirigentes han expresado una fuerte afinidad política en ámbitos tan distintos como el Foro de Sao Paulo o el Parlamento del Mercosur, al tiempo que desarrollaron una intensa relación bilateral. Por esa razón, resultan comprensibles las reacciones de pesar, angustia y enfado de los dirigentes, militantes y votantes frentistas una vez conocido el resultado del impeachment.
Sin embargo, por otro lado, el Frente Amplio conduce el gobierno nacional y su responsabilidad como tal exige una visión más amplia que la meramente partidista o coyuntural. El despido de Dilma en Brasil confirma un cambio drástico en la correlación de fuerzas en la región, lo cual abre un nuevo escenario político con inesperadas consecuencias. El alineamiento de Argentina, Brasil y Paraguay obliga a Uruguay a redefinir su política con el fin de evitar el aislamiento. Al mismo tiempo, ese nuevo escenario parece abrir una ventana de oportunidades en materia comercial, pues la nueva mayoría conformada por esos tres países coincide básicamente con los reclamos que Uruguay realizara durante la última década. Paradojalmente, el regionalismo abierto tantas veces pregonado por el Frente Amplio encuentra mayores posibilidades de desarrollo en un escenario dominado por gobiernos de centro derecha que antes cuando Brasil y Argentina (a partir del entendimiento Kirchner-Lula del 2003) perforaban la reglas básicas del bloque y abortaban todo intento de apertura comercial hacia otros actores internacionales. Desde esta perspectiva, el gobierno del Frente Amplio podría tener muchas más coincidencias en política comercial con los nuevos socios de centro derecha que lo que ocurría antes con sus hermanos ideológicos. No es casual el viaje del canciller brasileño, José Serra a China, cuando Uruguay también está considerando avanzar en su relación comercial con ese país.
Como vemos, la contradicción parece dura de procesar pese a que en realidad no es nueva. Desde que el Frente Amplio llegó al gobierno, los partidos de la oposición se la han señalado sistemáticamente: se debe discernir entre los sentimientos que genera la familiaridad ideológica y el interés comercial del país. Brasil le duele mucho a la izquierda pero el nuevo escenario invita a asumir una posición optimista. Manejar dicha tensión exigirá al gobierno mucha prudencia y sobre todo inteligencia. A los militantes de izquierda no les importa tanto la promesa de un futuro comercial cuando creen que lo que ocurrió en Brasil fue decididamente un golpe parlamentario. Desde esa perspectiva, esperan que Uruguay endurezca su política exterior y tome medidas similares a las de Venezuela, Ecuador o Bolivia. Retirar al embajador de Brasilia o plantear en el seno del Mercosur, la violación de la cláusula democrática por parte de Brasil, serían algunas de las decisiones esperadas por este enfoque. Dicho camino colocaría a Uruguay muy próximo al bloque bolivariano y supondría un inconveniente alejamiento de los grandes del Mercosur.
Por tanto, la situación de Uruguay es tan incómoda como desafiante. Ir por el camino del medio exige algo más que buenas intenciones. Para gestionarla se necesita un fuerte liderazgo interno y una diplomacia internacional fina e inteligente. El liderazgo interno deberá ayudar a reflexionar sobre Brasil evitando los análisis simplistas y apasionados, con el fin de encontrar enseñanzas sobre el terrible derrotero de Dilma (se podría escribir un decálogo). La diplomacia, en cambio, deberá aprender a navegar en un escenario regional polarizado entre el bloque bolivariano y los nuevos socios de derecha, evitando ser juzgada por sus votantes ya sea por traicionar las afinidades ideológicas, ya sea por desaprovechar las oportunidades comerciales que en el futuro podrían abrirse. Todo un reto para un gobierno al que normalmente le cuesta hilar fino y que ahora, de buenas a primeras, se enfrenta a un escenario regional inmerso en un veloz proceso de cambios.